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Ayer, por fin, se repartieron las cartas para un juego que viene anunciándose desde hace un lustro y al que le ha llegado la hora de dirimirse: el de la actualización del Estatuto de Gernika. Será una larga partida, llena de envites, engaños y órdagos. ... Para empezar, y tras una mirada rápida y sinóptica a las cartas que cada jugador tiene en sus manos, a uno le entra la duda de si todos piensan jugar a lo mismo. Por de pronto, uno de ellos, el PP, se ha dado de baja. No es su juego y cree que le irá mejor criticando, de mirón, las jugadas de los otros. No estaría de más, por tanto, que, antes de comenzar la partida, acordaran entre todos de qué va el juego y cuáles son las reglas que lo rigen.
Verdad es que la tarea no es sencilla. Puestos a definir la naturaleza del juego y sus reglas, resulta más fácil decir qué no es aquél y cuáles no son éstas. Dos cosas hay, en principio, que nada tienen que ver con lo que ayer se abrió en el Parlamento. La primera, que la reforma de un Estatuto, cualquiera que sea, no puede confundirse con la elaboración de un programa electoral, donde cada partido expresa sus deseos y sus intenciones. Se trata de la norma institucional básica de una colectividad, en la que ha de tener cabida y sentirse cómoda la más amplia mayoría posible.
La segunda, que, al actualizar un Estatuto, lo mismo que al redactarlo en su versión original, no se comienza ex novo, sino que se parte de un marco en el que las piezas deben encajar. El de Gernika marcó la pauta. Dejó sentado en su artículo primero, que su función era la de expresar la nacionalidad del Pueblo Vasco o Euskal Herria, y darle acceso a su autogobierno, «de acuerdo con la Constitución». La actualización no puede pretender, por tanto, crear una nueva planta de Estado, sino, ajustándose a la creada, desarrollar las potencialidades de la colectividad hasta donde ésta decida. De lo otro, de la extralimitación y la megalomanía, estamos aún sufriendo las consecuencias
Dentro de estos límites, unos se quedarán cortos y otros se pasarán de la raya. Ahí va a estar el juego. Al final, y mientras dure la voluntad de consenso, la relación fáctica de fuerzas, las de aquí y las de fuera de aquí, acabará poniendo las cosas en su sitio. El resultado no será al gusto de todos. Al de nadie al completo. Quien se haya quedado corto de entrada tendrá que estirarse. Quien se haya pasado retrocederá en sus posiciones. Sólo quien se resista a aceptar la realidad se quedará fuera de juego, volcando su resquemor sobre el resto.
Si se llega a un acuerdo, será éxito de todos. Si no, se buscarán responsables. Pero todos deberán ser conscientes desde el principio que la operación es de alto riesgo. Están por medio la estabilidad política y la cohesión social, dos bienes que, visto lo que está ocurriendo en nuestro derredor, habrían de prevalecer sobre las aspiraciones de cada uno. Nadie debería sentirse frustrado. No se habrá tratado de vetos impuestos por la pusilanimidad de unos o las ambiciones de otros. El único veto será el que impone la voluntad de una sociedad que, por lo que estamos constatando en sucesivos sondeos, no quiere verse zarandeada por luchas de poder disfrazado de ideales políticos.
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