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El ministro Salvador Illa descarta la solicitud de confinamiento domiciliario de una autonomía barruntándose un campeonato regional para ver quién toma la medida más dura contra la pandemia. Si recuerdan, hace solo unas semanas disputábamos por lo contrario, por ver quién conseguía escaparse localmente de ... normas de aplicación general que podían afectar negativamente a la vida de sus paisanos y a su particular tejido económico.
La lucha contra la pandemia ha puesto sobre la mesa lo mejor y lo peor de nuestra gestión territorial. De una parte, ha popularizado medidas como la cogobernanza, ha puesto de manifiesto la importancia de la lealtad institucional (aunque solo sea por pasiva, mostrando los dislates de su opositora) y ha traído al debate las posibilidades del federalismo como fórmula cabal para poner coto a tanto desorden por arriba y por abajo.
Al contrario, ha propiciado su cuarto de hora de gloria de políticas (y a políticos) de campanario, aplicados a no ver más que por lo suyo, a diferenciarse de los demás haciendo exactamente lo mismo que ellos, y a desmarcarse y singularizarse del resto y, sobre todo, del pérfido Gobierno del Estado comenzando o acabando el toque de queda cotidiano un cuarto de hora antes o después que la norma. Todos, sin excepción -salvo la nefanda excepcional-, han hecho lo mismo, pero todos se han aplicado con pasión a la diferencia, como si el caso lo permitiera, como si la urgencia y la importancia no obligaran como nunca al común acuerdo.
El poder es la capacidad de tomar una decisión sin limitaciones, sin encomendarse a nadie. La crisis ha dejado bien claro cuál es el poder último aquí: el del Estado. Solo el que representa genuinamente la soberanía nacional puede tomar decisiones que afectan a los derechos esenciales del conjunto de los nacionales (con los correspondientes controles). Los nacionalistas vascos, enmendados por un juez que se lo hizo notar, concluyeron que era otra razón más para escarbar en su propuesta de nuevo estatus. Sin embargo, pocas veces como en esta se ha visto que un poder sin respaldo tiene comprometida su legitimidad, argumento que en democracia pesa mucho. Estado y comunidades han tenido que concertar sus decisiones, más por una razón política que por exigencias técnicas o sanitarias para combatir el bicho. El primero ha tratado de que no se cuestionara su poder último y las segundas han buscado cargar sobre su responsabilidad las consecuencias negativas de la decisión común. Han jugado y juegan al gato y al ratón, perdiendo tiempo y energías miserablemente para tratar de poner a salvo su respectivo prurito. Y así, denostan hoy con desprecio lo que mañana van a suplicar, solo sea para no ir al compás de ese extraño enemigo que se han buscado en el Estado. Y mientras, el virus prospera tanto como, según dice alguna encuesta, las políticas egoístas, descabelladas e incívicas. No sé a quién tendría más sorprendido este panorama, si a Bakunin, a Bodin, a Bossuet o a toda la politología en pleno.
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