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Cerebral, meticuloso, reflexivo y «predecible». Así ha sido siempre Iñigo Urkullu Renteria (Alonsotegi, 1961). Un dirigente poco amigo de las sorpresas, que había convertido la falta de épica y la querencia por la certidumbre en una marca de la casa que había sido premiada en ... las urnas. En tiempos revueltos, la sociedad vasca veía en su figura un valor seguro. Una especie de refugio en la tormenta. Por eso su adiós, la decisión del Euzkadi buru batzar de no contar con él, es como el reflejo inverso de su trayectoria. Un golpe de efecto inesperado cuyas consecuencias están por ver.
Poco dado a las estridencias, la trayectoria política de Urkullu es la de un hombre por encima de todo leal al partido. Aquel «chico formal», al que Xabier Arzalluz menospreciaba con el apelativo de «maestrillo» -es diplomado en Magisterio por la rama de Filología vasca-, que fue clave primero para que el PNV cerrase las heridas internas abiertas tras el proceso entre Josu Jon Imaz y Joseba Egibar y que, después, no solo recuperó la Lehendakaritza para los jeltzales, sino que con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los líderes políticos más valorados de toda España.
En su entorno siempre le han considerado como una especie de jugador de ajedrez, calculando todos sus movimientos, los pasos a dar. Meticuloso. Quizá por eso en los últimos meses buscaba reforzar su imagen pública y política. Lanzando propuestas -la «convención constitucional»-, intensificando sus intervenciones públicas, defendiendo su gestión a capa y espada... Como si intuyese que alguien estaba apostando por «un cambio de ciclo» y él quisiese demostrar que no, que tenía cuerda para rato.
Y eso a pesar del evidente desgaste de los últimos años. Los problemas en Osakidetza, los conflictos en la Ertzaintza o la creciente conflictividad laboral y social estaban minando la imagen de buena gestión que Urkullu siempre ha querido dar a sus gabinetes. Crítico con lo que ha definido como mensajes «apocalípticos», ha respondido con dureza a los ataques de la oposición sobre la erosión de los servicios públicos y ha hablado de «malestar artificial», convencido de que detrás de los reproches a su labor solo hay una conspiración diseñada por EH Bildu y su entorno.
Aficionado al txistu, al monte, a la novela histórica, su perfil moderado, de persona «espartana» a la que, como trasladan sus colaboradores, se le pueden dejar las llaves de la casa sin temor a nada, contrasta con su capacidad para presentar batalla. No las rehúye, todo lo contrario.
Llegó a la presidencia del PNV vizcaíno -la auténtica nave nodriza jeltzale- en 2000 como representante de una nueva generación de militantes que quería dar un giro al partido, aquel grupo de jóvenes burukides vizcaínos -los 'jobuvis'- provenientes de EGI y entre los que estaban, entre otros, Aitor Esteban y Joseba Aurrekoetxea.
Cuatro años antes ya había demostrado que era una apuesta segura. Fue como 'número dos' en la plancha que presentó Javier Atutxa -padre de Itxaso Atutxa- para liderar el Bizkai buru batzar y que se enfrentó a la Luis María Retolaza, apoyado por Arzalluz. Fue ahí cuando creció la enemistad entre el por aquel entonces tótem del PNV y el prometedor político, nacido en una familia nacionalista, casado con Lucía Arieta-Araunabeña y padre de tres hijos.
A pesar de tener enfrente a Arzalluz, Urkullu nunca se arredró. Tampoco contra ETA. Su discurso contra la violencia terrorista siempre ha sido nítido, sin fisuras, algo que han reconocido buena parte de las víctimas. Conocido por la frugalidad de sus comidas, por no beber alcohol y por su discreción, ese aire de político que no termina de entusiasmar pero que tampoco genera incendios fue lo que convenció a sus compañeros para impulsarle como presidente del PNV. Era 2008 y los jeltzales querían cerrar de una vez por todas la 'guerra civil' vivida entre Egibar e Imaz.
Sus primeros años en el despacho principal de Sabin Etxea no fueron fáciles y volvieron a demostrar quién se esconde detrás de Urkullu. Afable y educado en las distancias cortas, se tuvo que enfrentar a Juan José Ibarretxe y sus apuestas soberanistas. Otro combate en principio desigual -el entonces inquilino de Ajuria Enea contaba con el apoyo de buena parte de la militancia-, que Urkullu acabó ganando. Los dos mantuvieron las formas en público, pero el actual lehendakari dejó una frase en el libro de María Antonia Iglesias 'Memorias de Euskadi' que resumía de forma perfecta sobre qué bases se movía aquella relación: «La vivo con muchas dificultades. Hay muchos días en los que tengo que hacer actos de fe para que sigamos unidos y tengamos una mínima cohesión para salir dignamente de esta situación de cara al futuro».
Le tocó vivir la pérdida de Ajuria Enea y fue en ese periodo cuando se vio a otro Urkullu. Molesto siempre por las actitudes y las críticas que recibe como lehendakari -es bien conocida su petición de «respeto institucional»-, su oposición y la que ejerció 'su' PNV a Patxi López fue feroz. A principios de 2010, cuando apenas llevaba dos años al frente del EBB, estalló el 'caso De Miguel', -el mayor sumario de corrupción investigado y sentenciado en Euskadi-, que golpeó de lleno al partido en Álava.
Aun así, el PNV encontró en él la mejor opción para recuperar la Lehendakaritza. Fue una decisión que provocó su propio drama familiar. Aquel traslado de Durango, donde residen desde hace años, a Vitoria. «Es que en esta casa se ha llorado mucho por eso», reconoció a este periódico Lucía Arieta-Araunabeña en un reportaje previo a las elecciones de 2012.
Urkullu ha formado un dúo sólido con Andoni Ortuzar y ha sabido convertir esa apariencia de hombre gris y sin chispa -cuando se atreve a contar un chiste en público es noticia- en un arma electoral. El mejor antídoto frente a las tormentas que envuelven la política española. Bajo su mandato se han recuperado los gobiernos de coalición con el PSE-EE y llegó la disolución de ETA. En las últimas elecciones, las de 2020 en plena pandemia, el PNV se dejó cerca de 40.000 votos pero ganó tres escaños, diez más que EH Bildu.
Fue precisamente poco antes de esos comicios cuando se vivió una de las mayores tragedias de sus tres mandatos: la muerte de Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán tras derrumbarse el vertedero de Zaldibar. Poco amigo de los cambios, se resistió al máximo a sustituir al consejero de Salud, Jon Darpón, a pesar de las irregularidades en las OPE de Osakidetza. Luego vino la pandemia, los confinamientos, las restricciones y creció el malestar social.
Pero quizá su mayor decepción de los últimos años ha llegado desde fuera de Euskadi. Urkullu se implicó al máximo en el 'procés' -sus memorias sobre aquellos días están en la Fundación Sabino Arana y en el Monasterio de El Poblet- y no oculta su decepción con Carles Puigdemont y con los principales líderes de Junts. Aquel 2017 se rompió un lazo emocional y Urkullu se sintió traicionado. Seis años después, Andoni Ortuzar se ha reunido con el expresidente catalán. Junts y el PNV van casi de la mano y Urkullu se prepara para salir de Ajuria Enea.
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