Euskadi tampoco se libra de la corrupción
La sentencia del 'caso De Miguel' que impone elevadas penas de cárcel a exdirigentes del PNV desmonta la teoría de que el País Vasco es un oasis
EL CORREO
Martes, 17 de diciembre 2019, 13:54
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Martes, 17 de diciembre 2019, 13:54
La condena a un total de 27 años y tres meses de cárcel impuesta a los tres principales exdirigentes del PNV procesados por el 'caso De Miguel' zanja por ahora el mayor escándalo de corrupción juzgado en Euskadi. La sentencia de la Audiencia de Álava - ... recurrible ante el Supremo- confirma la existencia de una trama organizada para el cobro de comisiones ilegales a cambio de la adjudicación de contratos públicos, a cuya cabeza sitúa a Alfredo de Miguel, exnúmero dos de la Diputación foral, y a los exburukides Aitor Telleria y Koldo Ochandiano. Los tres crearon una red de empresas para canalizar el dinero de las 'mordidas', obtenidas gracias a su influencia política en instituciones bajo el control de su partido. El tribunal también ha fijado una pena de siete años y un mes de prisión para el exdirector de Juventud del Gobierno vasco Xabier Sánchez Robles por conceder contratos 'a dedo' a las firmas de De Miguel, y de cinco años para el exconcejal del PNV de Leioa Iñaki San Juan. Once de los 26 encausados han sido absueltos. La sentencia resulta demoledera no solo porque las condenas, aunque inferiores a las solicitadas por la Fiscalía, sean las más altas impuestas en Euskadi por un caso de corrupción y vayan a suponer el encarcelamiento de significados exresponsables jeltzales. Lo es, además, porque acredita prácticas mafiosas en la Administración vasca que recuerdan los vergonzosos manejos en los que se han visto envueltos partidos de diverso signo en el resto de España y que, junto a otros casos de menor magnitud, reflejan que Euskadi no es el oasis que pretende retratar el nacionalismo. El hecho de que los condenados burlaran la ley para su enriquecimiento personal, y no para la financiación irregular del partido en el que militaban, ni resta gravedad al escándalo ni exime al PNV de responsabilidad en la actuación de los cargos a los que había confiado altas tareas. Es cierto que, al destaparse el caso, actuó con celeridad al retirarles el carné. Pero también que desde las instituciones que controla ha evitado acusarles de delitos que implicaran penas de cárcel y ha defendido su buen nombre hasta que el peso de la Justicia ha caído sobre ellos. Sin embargo, resulta digno de elogio, por excepcional, que el lehendakari Iñigo Urkullu, presidente del PNV al destaparse el escándalo, pidiera en público «disculpas» tras conocerse la sentencia, calificara de «reprobable» el proceder de los procesados y expresara su más absoluto respeto a la decisión judicial sin cuestionarla lo más mínimo. Una respuesta de la que deberían aprender otros líderes en situaciones de esa índole. En términos similares se expresó Andoni Ortuzar.
Llama la atención que las múltiples irregularidades cometidas por la trama no fuesen detectadas por los mecanismos de control de la Administración, así como la sensación de obscena impunidad con la que se movieron durante años De Miguel y sus colaboradores. Solo la denuncia ante la Ertzaintza de una empresaria que se negó a «pasar por caja», acompañada de comprometedoras pruebas por escrito y grabaciones, permitió tirar del hilo. Los diez años transcurridos desde entonces evidencian la lentitud de la Justicia y la dificultad para demostrar delitos vinculados a la corrupción institucional. La superioridad moral que suele exhibir el nacionalismo vasco atribuía escándalos de este tipo a sociedades con una escasa calidad democrática. La sentencia demuestra con una apabullante contundencia que ni Euskadi ni el PNV son inmunes a casos sonrojantes que merman la confianza en las instituciones y deben ser atajados sin miramientos.
El tribunal también ha fijado una pena de siete años y un mes de prisión para el exdirector de Juventud del Gobierno vasco Xabier Sánchez Robles por conceder contratos 'a dedo' a las firmas de De Miguel, y de cinco años para el exconcejal del PNV de Leioa Iñaki San Juan. Once de los 26 encausados han sido absueltos.
La sentencia resulta demoledora no solo porque las condenas, aunque inferiores a las solicitadas por la Fiscalía, sean las más altas impuestas en Euskadi por un caso de corrupción y vayan a suponer el encarcelamiento de significados exresponsables jeltzales. Lo es, además, porque acredita prácticas mafiosas en la Administración vasca que recuerdan los vergonzosos manejos en los que se han visto envueltos partidos e instituciones de diverso signo en el resto de España, y que, junto a otros casos de menor magnitud, reflejan que Euskadi no es el oasis que pretende retratar el nacionalismo en el poder.
El hecho de que los condenados burlaran la ley para su enriquecimiento personal, y no para la financiación irregular del partido en el que militaban, ni resta gravedad al escándalo ni exime al PNV de toda responsabilidad en la actuación de los cargos a los que había confiado altas tareas. Es cierto que, al destaparse el caso, actuó con celeridad al retirar el carné a los procesados. Pero también que, desde las instituciones que controla, ha evitado acusarles de delitos que implicaran penas de cárcel y ha defendido su buen nombre hasta que el peso de la Justicia ha caído sobre ellos. Sin embargo, resulta digno de elogio, por excepcional en circunstancias de esta índole, que el lehendakari Iñigo Urkullu, que presidía el PNV cuando fue destapado el escándalo, pidiera en público «disculpas» tras conocerse la sentencia, calificara de «reprobable» el proceder de los procesados y expresara su más absoluto respeto a la decisión judicial sin cuestionarla lo más mínimo. Una respuesta de la que deberían aprender otros líderes políticos en situaciones de apuro similares.
Llama la atención que las múltiples irregularidades cometidas por la trama no fuesen detectadas por los mecanismos de control de la Administración, así como la sensación de obscena impunidad con la que se movieron durante años De Miguel y sus más estrechos colaboradores. Solo la denuncia ante la Ertzaintza de una empresaria que se negó a «pasar por caja», acompañada de comprometedoras pruebas por escrito y grabaciones, permitió tirar del hilo. Los diez años transcurridos desde entonces evidencian la lentitud de la Justicia. Pero también la dificultad para reunir pruebas fehacientes en los casos de corrupción institucional, cuya intrínseca complejidad se suele ver acentuada por la escasa predisposición a colaborar de quienes pueden contribuir al esclarecimiento de los hechos. La superioridad moral de la que suele hacer gala el nacionalismo vasco atribuía escándalos de este tipo a sociedades con una escasa calidad democrática. La sentencia demuestra con una apabullante contundencia que ni Euskadi ni el PNV son inmunes a casos sonrojantes que merman la confianza en las instituciones y que deben ser atajados sin ningún miramiento.
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