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Cuando hablamos de juventud vasca, lo primero que debemos subrayar es que nuestra juventud en su inmensa mayoría e independientemente de sus opciones ideológicas es respetuosa, crítica, solidaria y abierta a la relación fraternal entre ciudadanos. Una puntualización necesaria que no impide obviar la realidad ... de ciertos sectores, minoritarios afortunadamente, de nuestra juventud que siguen deparándonos, de vez en cuando, sucesos que tienen que ver con esa herencia que sus mayores alimentaron durante décadas. Cartelería que 'reifica' la lucha de presos terroristas glorificados como «luchadores del pueblo», manifestaciones que demandan amnistía para «los represaliados políticos» y agresiones en campus universitarios a alumnos/as identificados como «constitucionalistas» y categorizados, continuando con su secular perversión del lenguaje, como «fatxas» y por lo tanto a expulsar del espacio por ellos dominado.
Es pertinente esta reflexión cuando conocemos que entre jóvenes integrados en la línea de Sortu, caso de Ernai, se reconoce un conflicto abierto frente a las formaciones juveniles disidentes de la línea oficial y que se agrupan alrededor de las siglas Gazte Koordinadora Sozialista, algunas tan conocidas como Ikasle Abertzaleak. Una pugna que parece dirimirse, una vez más, en el campo de lo simbólico y en la que los pactos de la actual EH Bildu para apoyar al Gobierno de Pedro Sánchez en Madrid son observados por los discrepantes de ese universo ideológico como una traición a las décadas de «lucha de Euskal Herria por su liberación nacional y por la consecución de una sociedad vasca socialista».
Se diría que se trata de una brega por enarbolar el estandarte de la ortodoxia; situación en la que Sortu, fuerza motriz de la coalición, parece estar atrapada entre su historia pasada de justificación y apoyo al terrorismo de ETA y su actual postura pragmática de actuación política exclusivamente democrática. Una posición incómoda, en la que quienes crearon el monstruo parecen no poder controlar a sus descendientes.
Hace una semana se celebraba en mi pueblo de origen, una pequeña localidad de la Montaña Alavesa, una jornada festiva que bajo el pretexto de pedir el acercamiento de presos, terminó siendo, como es habitual, un alegato por la amnistía, una demostración de aliento y aplauso a los «presos, exiliados y represaliados vascos», una exhibición de carteles con fotografías de asesinos, y en definitiva una apología de nuestro pretérito sangriento.
Una jornada en la que se demostró evidente falta de piedad hacia las víctimas y sí calor para los victimarios. Una celebración que se realizó a pocos kilómetros del cementerio de San Vicente de Arana, en el que reposan los restos de otro joven vasco, Jorge Díez Elorza, ertzaina asesinado por ETA junto a Fernando Buesa. Y en ese ambiente divertido participaron, con carreras, juegos y murales numerosos niños y niñas. Si esas criaturas participan, con el beneplácito de sus progenitores y silencio del público asistente, de una celebración de tal calado, ¿qué concepto de respeto a la diversidad, tolerancia y conciudadanía tendrán dentro de unos años?
La respuesta, nunca mejor dicho, me aterroriza.
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