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No ha sido nunca Iñigo Urkullu de dar titulares o de hacer piruetas a lo 'killer' del área, al estilo de un Pedro Sánchez siempre ... en disposición de tapar un quilombo con otro mayor para que, cuando llegue el momento de las urnas, lo que resuene en el inconsciente del votante sea únicamente un difuso 'sí, pero la economía va mejor'. Digamos que si el presidente del Gobierno es a la política lo que el prestidigitador al espectáculo, el lehendakari simboliza el discreto encanto de atenerse estrictamente al guion.
Y su intervención de ayer en el Foro Expectativas Económicas frente a un nutridísimo auditorio de los que se estilaban antes de la pandemia no podía ser menos. Urkullu demostró que sigue abonado a la marca de la casa, la ausencia de bandazos, al menos deliberados, y que prefiere presentarse como el capitán de un proyecto de país a largo plazo y asentado en dos pilares: la estabilidad política y financiera y la innovación empresarial.
En esa lógica, el lehendakari prefirió no ocultar o minimizar las disonancias que ahora agitan las aguas del autogobierno, singularmente en Osakidetza, sino presentarlas como los achaques propios de un país que dobla un recodo escarpado tras cuarenta años de camino y se prepara para afrontar otras cuatro décadas más con los ajustes que sean necesarios. De ahí la alusión a la «crisis de crecimiento» de la sanidad pública, un concepto que sorprendió (gratamente) a sus propios colaboradores y que entronca con la asunción del acelerado envejecimiento de los pacientes pero también del personal médico, en lugar de limitarse a despejar el balón.
En ese intento de serenar las aguas sin buscarse enemigos se encuadra también su insistencia en recordar que «la salud nos iguala a todos», un claro intento de empatizar con la preocupación de los ciudadanos por la sanidad, que ya es el tercer problema en Euskadi. Fue muy evidente en las respuestas del lehendakari y en su discurso inicial, significativamente estructurado en torno a las «fortalezas» de Euskadi y a la enumeración pormenorizada de sus proyectos de futuro, que pretendía transmitir señales de calma, empatía y sosiego -a los electores pero también, sobre todo, a los inversores- y evitar ponerse a la defensiva.
Incluso en lo estrictamente político, exhibió un discurso propio que bordea el de su partido. Reprochó a Sánchez que no trate en la práctica al PNV como el socio preferente que supuestamente es, previno contra la posibilidad de que la reforma de la malversación se convierta en un «coladero» o señaló abiertamente los peligros del pacto de izquierdas que alienta Bildu para la «estabilidad» que él abandera. Cualquiera diría que se presentó como el reverso de los sobresaltos sanchistas y como una garantía de proyecto previsible para el futuro, quién sabe si más allá del final de su tercera legislatura, en 2024.
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