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El Tribunal Europeo de Derechos Humanos condena nuevamente a España por no haber investigado de manera «exhaustiva y eficaz» la denuncia interpuesta por Iñigo González por las torturas que sufrió tras ser detenido por la Guardia Civil en 2011. Este mismo tribunal ya dictó en ... 2015 y 2016 sendas sentencias de condena por la pasividad demostrada ante las denuncias presentadas por los compañeros de González. En la dictada en 2016 se le requería a España una actitud más proactiva en la investigación de las denuncias, al tiempo que se le recomendaba establecer un protocolo de actuación para los funcionarios policiales encargados de la custodia de los detenidos. En la que ahora comentamos se reitera el mismo reproche, pero además añade un criterio de actuación indiscutible: «Cuando existen motivos razonables para creer que se ha cometido un acto de tortura, corresponde a las autoridades estatales competentes realizar una investigación imparcial de oficio sin demora». Con dicho criterio examina la actuación desarrollada por el juzgado competente: «El juez de instrucción central nº3 no respondió a las solicitudes de los miembros de la familia del demandante» ni tampoco «ordenó ninguna medida de investigación a raíz de las declaraciones del demandante ni remitió el expediente a ningún otro juez competente».
El tribunal no condena a España por torturas sino por no haber llevado a cabo la investigación que el caso requería, pues los hechos denunciados gozaban de verosimilitud. El juez de instrucción que examina una denuncia por tortura no puede ignorar que este es un delito que no se comete a la luz pública y con testigos, sino, como bien indica Amnistía Internacional, «la tortura suele tener lugar en las sombras». Por eso, el Tribunal de Estrasburgo comprende la dificultad de «reunir pruebas de los malos tratos sufridos mientras el detenido estaba en régimen de incomunicación» y añade: «Es imposible que pueda acopiarse de pruebas que demuestren la veracidad de sus alegatos».
El delito de tortura en nuestro Código Penal se configura como el cometido por autoridad o funcionario público que somete a una persona a condiciones o procedimientos que le supongan sufrimientos físicos o mentales, la supresión o disminución de sus facultades cognitivas o cualquier otro maltrato que atente contra su integridad moral, todo ello con la finalidad de obtener confesión u información o de castigarle por algo que haya hecho o se sospecha que lo haya cometido. Detrás de la práctica de la tortura se esconde la convicción de impunidad, perfectamente interiorizada por la autoridad o el funcionario público que le anima a practicar y defender estos actos de crueldad y humillación, porque al igual que los que practican el terrorismo, sea de la naturaleza que sea, actúan bajo el principio de cobertura consistente en que «el fin justifica los medios». Si la tortura fue siempre injusta, el Tribunal de Derechos Humanos nos viene a recordar que no investigar las denuncias cuando existen motivos razonables de verosimilitud, también lo es.
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