
Debate degradado y degradante
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El bajo nivel del debate público que se practica en el país es, a la vez, síntoma de la escasa calidad de nuestra actividad democrática y causa de su deterioroSecciones
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El bajo nivel del debate público que se practica en el país es, a la vez, síntoma de la escasa calidad de nuestra actividad democrática y causa de su deterioroEl debate público y abierto, libre, es una característica esencial de la democracia. Expresa el pluralismo de la sociedad, cuya protección y fomento son uno ... de los deberes del sistema por constituir precisamente su sustento. Ese debate se ejerce tanto por los agentes sociales como en el seno de las instituciones, y su calidad define la de la propia democracia. Desde este punto de vista, la nuestra no sale bien parada. El debate público al que venimos asistiendo adolece de defectos que lo rebajan a rifirrafe que la envilece. No se trata sólo de los que se dan en el Congreso, ejemplo, a menudo, de trifulcas tabernarias, sino también de los que se entablan entre los agentes sociales, que, más que el pensamiento personal, suelen reflejar alineamientos preestablecidos de carácter partidista o ideológico. No expresan lo que cada uno piensa, sino con quién está. Es el efecto pernicioso de la polarización, que extiende sus tentáculos más allá de la política. Rara vez se le escucha a alguien decir algo que de él no se esperara y que, por inesperado, sorprenda e invite a reflexión. Y la rara vez que ocurre, queda en un reducto cerrado que no trasciende al común de la sociedad. Lo cual dice más, por cierto, de ese común receptor que del emisor y es el síntoma más inquietante de la degradación que sufre el debate que se ejerce. Sólo se escucha lo que regala el oído y sólo se da crédito a aquello en que ya se creía.
Hemos tenido ocasión de confirmar todo esto en las múltiples trifulcas que han ido montándose una sobre otra en los últimos días. No importa cuál haya sido el objeto de cada una. Fueran los indultos a los condenados del 'procés', los efectos del consumo de carne para la salud humana y la conservación del planeta, la sangrienta crisis de gobierno o la última sentencia del Tribunal Constitucional, una tras otra se ha diluido en la siguiente y, lo que es aún peor, de todas se ha salido sin abordar el meollo del asunto. Valga de ejemplo la que más ha destacado por el rasgo que les es común a todas ellas: su insondable superficialidad. Me refiero -cómo no- a la del consumo de carne. «A mí, donde me pongan un chuletón al punto, eso es imbatible», el presidente dixit para zanjar, evitando debatirla, una cuestión de la máxima relevancia. Y es que las cuestiones, por relevantes que sean, no se debaten con razones. Se despachan con ocurrencias o boutades que las desplaza de la atención pública, convirtiéndose ellas en el objeto del debate. La idea de Garzón, si no él mismo, quedó abrasada, y no al punto, en la rusiente parrilla del presidente. Es la táctica de distracción que tiene éxito gracias a la superficial predisposición que se ha instalado en quien escucha. Persigue más la propaganda que la verdad.
Reflexiones parecidas podrían hacerse a propósito de los otros asuntos citados. En todos, lo accidental desplaza lo sustancial y acapara la atención del oyente. Pero me centraré en la última sentencia del Tribunal Constitucional sobre la alarma. Dos aspectos me parecen dignos de mención. El primero, que podría acabar en escándalo, consiste en la decisión que ha tomado el Gobierno de entrar a discutir con el Tribunal, ignorando que cualquier discusión que pretenda entablarse entre ambos no está sólo abocada al fracaso, sino que amenaza con crear un conflicto institucional de todo punto indeseable. En estos tiempos en que la tensión interinstitucional es alta, acatar, expresar con respeto la discrepancia y aplicarse a mejorar la legislación para no recaer en lo mismo cuando las circunstancias se repitan, en vez de insistir en una especie de 'ho tornarem a fer' a la española, es la única actitud prudente que debe adoptar un Ejecutivo responsable.
Igual de malo es el segundo aspecto, que se refiere a los argumentos esgrimidos. Como bien sabe el Gobierno, la cuestión no está en las medidas concretas adoptadas ni en las vidas supuestamente salvadas ni en las presuntas «elucubraciones doctrinales» en que, «sin sentido de Estado», haya incurrido el TC. Está sólo en la idoneidad del instrumento legal elegido, sobre la que, por cierto, ni siquiera en el seno del Tribunal hay consenso y todo el mundo puede debatir menos, por tacto y prudencia, el Gobierno. Cuestión aparte son los argumentos que esgrime la mayor parte de los analistas, que no ha seguido el ejemplo del TC al deshacerse de alineamientos previos y mostrar una permeabilidad y transversalidad entre «progresistas» y «reaccionarios» que ha trastocado los esquemas establecidos. ¡Hurra, esta vez, por los Roca y Ollero!
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