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El lenguaje con que se presentaron unas medidas en su mayoría razonables les dio un tinte de populismo sectario que desdice de la racionalidad socialdemócrataEl signo de los tiempos se llama definitivamente volatilidad. La sufre más que nadie la política, como más que nadie de ella también se aprovecha. Miren, si no, lo que ha sucedido en el breve lapso de este último mes, en el que las tornas ... de la euforia y la depresión se han vuelto a pasos acelerados. Del fondo del abismo en que se encontraba sumido tras la debacle de su partido en las elecciones andaluzas, el presidente escaló hasta la exaltación en la cumbre de la OTAN para, después de tener que mirar de nuevo a los ojos la más negra realidad, volver a respirar ahora aires de triunfo tras el debate sobre el estado de la nación. En cada recodo, lo mismo puede sorprenderte un asaltante que el amigo que te guíe a la gloria.
Estuvo bien el presidente en su alocución del martes en el Congreso. El acierto estuvo en el cambio de actitud con que abordó la realidad. Abandonados el triunfalismo y la autocomplacencia con que venía afrontándola -e insultando, de paso, a quienes más la sufren-, se esforzó por reconocer y hacer suyos el miedo y la angustia que embargan a la mayoría de la sociedad. La frialdad dio paso a la empatía. «Vuestra inquietud es la mía», vino a confesar el presidente. Luego, y sólo luego, vinieron las medidas de alivio.
De radical giro a la izquierda fueron calificadas las que el presidente presentó, aunque, en sí mismas, estén muy lejos de serlo. Aparte de limitarse a prolongar, en su mayoría, las ya tomadas con anterioridad, replican las que gobiernos europeos de todos los colores han adoptado. Sólo el impuesto especial a la banca se sale del guion para teñir de cutre populismo izquierdista la templanza de la socialdemocracia. Pero lo que acabó ideologizándolas todas por igual fue el lenguaje con que se presentaron. Lo primero que, a ese respecto, llamó la atención fue la insistencia en dirigirlas, sólo y exclusivamente, a «la clase media trabajadora», con un empleo abusivo de la expresión que pretendía excluir esa otra parte de la sociedad a la que sólo le quedaría identificarse con «los caballeros del puro en los cenáculos», «las oscuras fuerzas que nos acosan» y «las terminales mediáticas empeñadas en quebrarnos» a los que el presidente ha venido refiriéndose estos últimos días. Fue lo que dio a la racionalidad de las medidas un tinte de odioso sectarismo.
Quiso el presidente abandonar el centro para recuperar la sintonía con su socio de la izquierda. Lo logró en principio. Pero, con tal movimiento, lo que fue sintonía pronto se volverá rabiosa rivalidad. Al hacer suyas las ideas y propuestas de sus aliados, los arrinconó y dejó sin espacio propio en que desenvolverse. Y, así, lo que hoy les ha concedido a modo de riego por aspersión de ayudas y subvenciones, mañana le exigirán que sea riego por inundación y lo que son razonables cargas fiscales sobre empresas energéticas tratarán de convertirlas, cuando se vea su ineficacia, en nacionalizaciones. La voracidad de quien insiste en distinguirse por la izquierda no hay socialdemocracia que pueda saciar. Estamos, pues, en una frágil tregua que no tardará en tornarse una rivalidad que irá exacerbándose de aquí a las elecciones. También al Gobierno le llegará el invierno.
Pero no fue la economía el único asunto que cubrió el debate. El Partido Popular, tomando pie del aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, quiso añadirle el contrapunto del terrorismo. Todo se tornó entonces teatral y efectista. Gestos escénicos fueron, en efecto, la impertinente provocación del minuto de silencio de Cuca Gamarra y el aparatoso abrazo en que se fundieron, en el hemiciclo, el presidente Sánchez y el exlehendakari López. El punto real de la discordia era la Ley de Memoria Democrática, pero la excusa de la trifulca fue la arbitraria prolongación, a sugerencia, según dicen, de UP y Bildu, del posfranquismo y de la Transición hasta el fin de 1983. Ingenua torpeza la del Gobierno, cínica astucia la de Bildu y oportunismo mezquino el del PP. Pues, si precisa fuere tal prolongación, el rigor habría aconsejado llevarla hasta aquel 4 de mayo de 2018 en que el último resto del régimen dictatorial y gran enemigo de la Transición, ETA, decidió disolverse y abandonar para siempre los criminales hábitos que del primero había heredado y con tanto fervor imitado. Ese sería el día en que la Transición habría llegado a su fin y la democracia definitivamente vencido al más letal enemigo que le quedaba en el país. Pero la marginal cuestión de la prolongación sólo era la excusa para disimular el rechazo frontal a la Ley de Memoria Democrática en su conjunto.
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