Cada nuevo año nos hace creer lo que dice su adjetivo y nos devuelve la esperanza de cambio y renovación que el anterior suele encargarse de ajar. En este de 2023, la creencia se ha hecho más firme. Las experiencias de pandemia, guerra y crisis, ... en lo objetivo, así como de polarización y bloquismo políticos, que se fueron amontonando a lo largo del viejo año nos han abrumado hasta el punto de hacernos ansiar la llegada de este nuevo. Hasta la convencional coincidencia del cambio de año con el solsticio de invierno y el alargamiento del día -en este hemisferio nuestro, que es donde se ideó la convención- parece contribuir a reforzar la ingenua ilusión de que las cosas darán el mismo vuelco que la hoja del calendario y la luz le irá robando espacio a la oscuridad. Sin embargo, y para desgracia nuestra, muy efímera será la creencia y pronto volverá a ajarse la esperanza apenas renacida.

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Al fin y al cabo, el propio dato astronómico no tardará en desvelarnos su engaño, dejándonos constatar el carácter cíclico de su movimiento, de rotación y no de traslación, que Nietzsche transfirió a la historia humana con su «eterno retorno de lo mismo». Todo volverá al punto de partida, y el principio, a fundirse con el final. El tiempo no es, en efecto, algo que, como la Puerta de Alcalá, vemos pasar pasmados, ajeno a nosotros mismos. Es, más bien, el glaciar que nos arrastra consigo, cual morrena de rocas, barro y desechos que ha ido recogiendo a lo largo de su lento deslizarse. El tiempo somos, en suma, defínanlo como lo definan Aristóteles, Agustín o Einstein, nosotros mismos, que, cargados de pasado y por él empujados, sólo podremos detener su inercia y redirigir su destino con un firme acto de voluntad. Y nada indica, por los gestos que vemos repetirse en nuestra vida colectiva, que ese acto vaya a producirse y la ruptura, a irrumpir en este fatal continuismo.

Algo ha ocurrido en esta legislatura que ha dado al traste con el modo convencional de entender la política

Ateniéndonos, pues, a lo que ocurre en el espacio político, nada de lo que se ha dicho y hecho, al finalizar el viejo e inaugurar el nuevo año, da pie a pensar que las cosas vayan a discurrir en el futuro por derroteros distintos a los que ya venían recorriendo en el pasado. Sería, además, ingenuo creer que el obstáculo está en la extrema rivalidad que a los partidos impone la carrera electoral en que se hallan inmersos hasta final de este año. Su encanallamiento no es coyuntural ni pasajero. Obedece a una actitud de fondo que ha trastocado los usos y costumbres -las «malditas» formas- que mantienen vivos la democracia y el Estado de Derecho. Y es que la consecución o el mantenimiento del poder ha encontrado en la polarización su arma más efectiva y la esgrime para erigirse en supremo fin de la actividad política, sin respeto a los que se suponen bienes superiores de verdad, ética y respeto a las instituciones. No hay lugar para el encuentro con el otro, sino que la descarnada lucha por el poder le quita todo el espacio a la necesaria cooperación. Al rival se lo expulsa del campo de juego que habría de ser compartido -el constitucional- y el debate entre diferentes se sustituye por la exclusión del adversario, que, convertido en enemigo, queda proscrito al ostracismo. Algo ha ocurrido en esta languideciente legislatura que ha dado al traste con el modo convencional de entender la acción política tal y como la conocíamos. Quizá sólo sea el final inevitable de un pasado que se ha ido dejando deteriorar de manera paulatina e imperceptible.

Difícil será, por tanto, la vuelta a los valores y convenciones que se nos habían hecho familiares. La próxima legislatura, sea quien sea quien la dirija, será repetición de la presente. Inútil sería además tratar de culpar de la mutación al populismo aventurero que se ha instalado recientemente en la escena o a la imperdonable desidia de quienes, ocupándola desde el inicio, han renunciado a sus viejos valores y se han rendido, con armas y bagajes, ante los que esgrimen los nuevos arribistas. De ambos, populismo y desidia, ha habido en el proceso. Y no serán los que hoy ocupan la escena los llamados a devolvernos al camino de la sensatez y la solvencia políticas. Falta haría para ello una impensable revolución mental -«metanoia» la llamaban los griegos- que los haga pensar y asumir que hay intangibles en política que la gente aprecia y que exigen del político respeto y cultivo, pues desde muy antiguo se nos ha apercibido de que, contra lo que suele proclamarse, no sólo de pan vive el hombre.

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