La política central española -esa que desde la capital se hace para todo el Estado- es como un agujero negro que atrae y traga todo lo que en su derredor se mueve. Pasado el terrorismo en Euskadi y el fervor secesionista en Cataluña, ni siquiera ... esas dos comunidades, que de tantos titulares nutrieron en su día a los medios, cuentan ya por lo que en ellas se hace, sino por la repercusión que tienen en la política estatal. Basta recorrer los titulares de los medios locales para comprobarlo. Sacará de ellos el lector, el radioescucha o el telespectador la conclusión de que los partidos más ligados a los citados territorios han destacado una avanzadilla a la capital para levantar allí su campamento. Hoy, Aitor Esteban pinta más, en el nivel mediático, que todo el EBB junto; Mertxe Aizpurua y Oskar Matute ensombrecen a Otegi; y Gabriel Rufián es la voz o, al menos, el eco de toda Cataluña. De los demás ni hablemos. La excepción -nunca falta la que confirma la regla- es la región de la inefable Isabel Díaz Ayuso, que ocupa tanto espacio como el Estado entero.

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La razón de ser de todo esto no está en que el Estado se haya instalado en la excelencia y las autonomías, en la desidia. Se trata de algo menos noble. Es simplemente la fuerza que, frente al silencio, despliega el ruido. El papel rutinario y aburrido de la política autonómica, por eficaz que sea para el bienestar y la convivencia ciudadanos, no logra, no sólo imponerse, sino siquiera rivalizar con la capacidad de difusión que otorga a los medios el alboroto con que nos ensordecen las instancias estatales, desde el Gobierno y el Congreso hasta el, en el pasado, discreto y modoso Poder Judicial. Cualquier extravagancia en el gesto o despropósito en el verbo distrae la atención de lo que con orgulloso desdén se considera banal. Pero tómese esto como vana digresión.

Si aquel es el panorama general, a saber, el desdibujamiento de la España periférica por la central, su versión más llamativa es quizá, al menos desde el punto de vista vasco, la que ofrecen los dos partidos de obediencia abertzale. Si el ámbito vasco había sido hasta hoy donde ambos dirimían sus diferencias, últimamente han decidido abandonar el campo casero y competir a domicilio. Su lucha se centraba antes en asuntos que tienen que ver con la cuestión nacional y se libraba, en consecuencia, en casa. Ahora va de progresía y se traslada la contienda allá donde aquella más se valora. Sólo el PNV se permitía hacer de lanzadera en viajes de ida y vuelta entre Gasteiz y Madrid, para traer prebendas a casa y mostrarse, de paso, aunque muy a su pesar, como partido de Estado. Pero la debilidad del Gobierno central, junto con la versatilidad que le ha dado a la izquierda abertzale el haber arrojado por la borda al patrón que le marcaba límites y rumbo, la ha encelado y empujado a emular a los jeltzales y robarles, no sólo la exclusividad, sino hasta la hegemonía en ese terreno. Y ha hallado en Pedro Sánchez un cómplice interesado.

Pero, si bien el combate tiene lugar allí, el desenlace se dejará notar aquí. La hegemonía, que, de hecho, está en disputa y quiere ganársela la IA, se dirime, en efecto, en Euskadi. La que hoy disfruta el PNV es robusta, pero precaria. Precisa de apoyos para imponerse. En tal sentido, la complacencia que Sánchez ha comenzado a mostrar hacia la estrategia de Bildu en Madrid no vendría sólo forzada por su debilidad ni estaría tampoco inspirada en la neutralidad ni, mucho menos, sería desinteresada. Tendría, más bien, en cuenta la incómoda condición en que se encuentra su sucursal en Euskadi y buscaría que, de subsidiaria de un único 'hegemón', se convirtiera en bisagra que pudiera optar por uno de los dos rivales. De esa incomodidad con el estado de subsidiariedad, ya se encarga de dar ocasionales, pero elocuentes, señales la actual dirección del PSE. Nos hallaríamos, pues, ante la posibilidad, si no la verosimilitud, de una alternancia en el Gobierno autonómico que, salvo en una excepcional ocasión, nunca se había producido en estos cuarenta largos años de democracia. Siempre ha sido la alternancia el deseo inconfesado de quienes hoy creen acariciarla. Y no serían obstáculo las graves cuentas que la IA tiene contraídas y pendientes de saldar. La actual política de la pura y dura «utilidad» está dispuesta a amortizárselas y a tratar a quien con ellas aún carga como un actor respetable. Incontables son los pasos que están dándose en ese sentido.

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