Cien días y uno
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Análisis ·
La guerra de Ucrania no es un conflicto de soberanías y fronteras, sino que tiene carácter global y compromete a los países que anteponen el Derecho a la fuerzaEl 24 de febrero de 2022 quedará en los libros como la fecha en que dieron un vuelco radical las relaciones internacionales en materia política y económica, aunque aún no sepamos su desenlace ni esté del todo en nuestras manos dirigirlo. La arbitraria y a ... todas luces injusta invasión de Ucrania por la Rusia de Putin supuso una conmoción tan honda en Occidente y, de modo más especial, en sus vecinos de la Unión Europea, que sólo pudo provocarles una reacción de protección y apoyo a un pueblo que venía expresando con nitidez su voluntad de hacer suyos los valores democráticos de aquella. Por eso, una vez que la reacción de los ucranios al bárbaro ataque ruso fue la de hacerle frente a toda costa, no les quedó otra alternativa a sus amigos de la UE que ponerse de su lado del modo más efectivo. No bastaba la retórica. Constatada la impotencia de la diplomacia, la ayuda militar, además de la humanitaria, se juzgó imperativa. Pese a las dudas iniciales de algunos, el progresivo reconocimiento de la auténtica naturaleza del ataque hizo que el compromiso común acabara consolidándose en poco tiempo.
No sabía la UE, cuando la invasión comenzó, que la guerra iría para tan largo ni que el compromiso le resultaría tan costoso. Tampoco tenía claro cuál era su verdadero carácter ni hasta qué punto ponía en juego algo más que las fronteras y la soberanía de un país vecino. Hoy, tras cien días de confrontación armada, el temor a que su fin esté todavía lejano y a que el costo del compromiso sea más gravoso y difícil de soportar de lo esperado ha empezado a inquietar y a abrir fisuras -de orden pragmático, unas, e ideológico, otras- entre quienes tan unidos reaccionaron.
Por otra parte, la naturaleza de la guerra ha ido aclarándose y ahondado la percepción de que nos encontramos ante un conflicto global que sería un error juzgar ajeno. No era mera retórica aquello de que «vuestra guerra es la nuestra». Estamos inmersos en una confrontación que, aunque no sea estrictamente bélica para nosotros, nos arrastra en su vorágine y nos afecta en sus consecuencias. Además de fragor de armas, la guerra es propaganda y relato. Y, al habernos prestado a interiorizar la una y difundir el otro, también nosotros hemos entrado, de algún modo, en guerra. Ucrania no es para la UE una subcontrata encargada de defender sus intereses frente a Rusia.
De hecho, han sido precisamente el relato y la propaganda los que con mayor nitidez han ido revelando el verdadero carácter de esta guerra que nos envuelve. Hace ya tiempo que dejó de ser de soberanías y fronteras, y alcanzó la categoría de conflicto global en torno a valores y concepciones de la coexistencia entre naciones. Si el término Occidente tiene excesiva connotación ideológica, dejémoslo de lado y hablemos de lo que con el término siempre se ha querido significar. Y el hecho es que, ayudada por la propaganda y el relato, la guerra ha rebasado los límites de Ucrania y devenido en un conflicto que sitúa, de un lado o de otro, la fuerza y el derecho, el autoritarismo y la democracia, el despotismo y la libertad.
Si tan lejos han ido las cosas -y hasta ahí las ha llevado sus protagonistas-, el compromiso que han adquirido las fuerzas del Derecho, la Democracia y la Libertad no tiene otra alternativa que la resistencia hasta el final. El abandono o la búsqueda de una paz impuesta a precio de cambalache no supondría sólo, a estas alturas, una deslealtad para con el vecino y amigo, sino una traición a uno mismo y a sus valores constitutivos. La UE se juega en esto, por encima de su prestigio y dignidad, su autopercepción como el último baluarte de los valores cívicos y los derechos humanos en el mundo. Dos cosas le serán necesarias para salir airosa del embate.
Primero, taponar cuanto antes las grietas que se le han abierto entre sus socios, anteponiendo la estricta solidaridad a cualquier tipo de excepcionalidad permisiva. Segundo, promover, en las sociedades de sus países miembros, opiniones públicas que comprendan y apoyen su compromiso institucional. Ni una ni otra habrán de darse por sentadas. Nuestro propio país es prueba de lo que queda por hace en este terreno.
Sería decepcionante que, cuando lleguen mal dadas -que muy pronto llegarán-, todo termine en un bochornoso sálvese quien pueda. Pocas veces han tenido los gobiernos europeos una obligación de liderazgo tan exigente como la actual. Dejarse arrastrar por opiniones públicas egoístas, cansadas e incapaces de aguantar adversidades daría fe de la ínfima categoría de sus responsables.
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