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En su libro 'La guerra de los jueces. El proceso judicial como arma política', José Antonio Martín Pallín, jurista y magistrado emérito del Tribunal Supremo, se refiere a la creciente injerencia de estos en la política española. «Esta tendencia (que en el mundo anglosajón se ... conoce como 'lawfare' o guerra jurídica) ha ido alcanzando tales dimensiones que ha supuesto una amenaza para la división de poderes», señala quien fuera comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas en Ginebra y portavoz de Jueces para la Democracia en España, poniendo el foco en «la semilla del mal» que ha ido menoscabando el prestigio y la independencia de una destacada parte de la judicatura cuestionada por su sesgo político al dictar sentencia sobre asuntos de interés público.
Lo traigo a colación porque conviene no perder de vista esta perspectiva real y bastante disfuncional del Poder Judicial en España, ante la escandalera de los creadores de «esto la Fiscalía te lo afina» y «controlaremos la Sala Segunda desde atrás». Ahora se rompen la camisa entonando un réquiem por Montesquieu en tono maximalista para advertirnos de que «Pedro Sánchez es un aprendiz de tirano que prepara un asalto al Tribunal Constitucional», tras su anunciada intención de renovar con premura -y si es preciso 'a las bravas'- el CGPJ para asegurarse la mayoría que le permita aprobar el resto de las reformas legales y penales que le exigen sus socios de ERC. Como si el PP no hubiese hecho lo propio al obstruir la renovación del órgano de gobierno de los jueces cuya mayoría le es afín desde que está en la oposición.
Para ser justos, en este proceso no cabe la presunción de inocencia para nadie. El uso, abuso y control de la justicia ha sido una constante en manos de los dos partidos que alternativamente han ostentado el poder en España y, como muestra, hay un rosario de declaraciones en la hemeroteca que así lo atestiguan. Desde las dos ya citadas, hasta la célebre frase pronunciada hace 10 años por el entonces presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, el socialista Alfonso Guerra, jactándose de haber «cepillado el Estatut» con ayuda del TC, o la no menos desafortunada pregunta retórica del propio Sánchez despejando cualquier posible duda acerca del control que el Ejecutivo ejerce sobre el Ministerio Público: «¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso».
Al margen de sobreactuaciones e indignaciones interesadas, este asunto no va de la necesaria separación de poderes ni de la independencia de fiscales y jueces. Tanto el empecinamiento del PP por impedir la renovación del CGPJ como la reforma-trampa de Sánchez persiguen un mismo fin: seguir ejerciendo el control.
España necesita una reforma estructural del Poder Judicial, pero la vía de urgencia elegida por el presidente no sólo no garantiza la pluralidad del máximo órgano de gobierno de los jueces, sino que al partir del pecado original evidencia, aún más si cabe, su supeditación al poder político y compromete seriamente el prestigio y la imparcialidad de los magistrados que decida nombrar.
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