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El lehendakari presume, con razón, de que Euskadi ha aplicado el mayor alivio fiscal ante la escalada de los precios. Así es. Las medidas anunciadas por Iñigo Urkullu van mucho más allá de las previstas en la Comunidad Valenciana, que tanto malestar han suscitado en ... La Moncloa y en el PSOE. Eso no ha impedido que los socialistas vascos las acepten sin rechistar a cambio de 200 euros para las rentas más bajas en el IRPF. Y, por supuesto, sin exhibir contra el PNV el argumentario repetido hasta la saciedad en el resto de España según el cual acciones de esa índole benefician a los ricos.
En puridad, no estamos ante una rebaja tributaria. Sí lo son, por contra, la supresión del Impuesto de Patrimonio prevista en Andalucía y la bonificación del 50% en Galicia -impulsadas por el PP-, que benefician a una ínfima y acaudalada minoría. De lo que se trata es de ajustar las tablas del IRPF a la inflación para evitar -más bien, para limitar- una subida encubierta incluso a contribuyentes que han perdido poder adquisitivo. Es lo que se conoce como deflactación.
Con un ejemplo se entiende mejor. Supongamos que el IPC acaba este año en el 9% -donde está ahora- y que los ingresos de un contribuyente -básicamente, el salario- han aumentado el 3%. Ese ciudadano es un 6% más pobre. Pese a ello, si no se actualizan los distintos tramos del impuesto y sus deducciones, Hacienda le obligará a pagar como si en realidad fuese un 3% más rico.
Hasta hace unos años, esa revisión de las tablas era poco menos que automática en la elaboración de los Presupuestos. Con las asfixias que sufren las arcas públicas tras sucesivas crisis, ha dejado de serlo. Es más, quienes lo dan, aunque sea a medias, se presentan poco menos que como salvadores del pueblo cuando lo único que han hecho es lo que deben: no aplicar de forma encubierta, de tapadillo, un incremento de la presión fiscal para elevar la recaudación. Cuando la inflación rondaba el 0% o incluso se adentraba alguna décima en terreno negativo, deflactar o no carecía de relevancia. Ahora la tiene. Y mucha.
El principal argumento al que se aferran quienes se oponen a ella, como el Gobierno de Pedro Sánchez, consiste en que las administraciones necesitan más recursos. Sin ir más lejos, para financiar las medidas destinadas a mitigar el impacto del alza de los precios entre la población. Nadie lo duda. Pero si es insuficiente el crecimiento de los ingresos tributarios, en niveles récord a causa del tirón del IPC -cuanto más altos son los precios, mayor es el IVA-, y queda descartado cualquier recorte del gasto público, lo suyo sería explicar con todas las letras a la opinión pública esa impopular decisión. Por qué ha sido adoptada y sus consecuencias. O, en su defecto, plantear una subida de impuestos. De cara. Tratando a la población como mayor de edad.
Es más fácil hacerlo por la espalda y eludir así un posible desgaste político. No deflactar el IRPF y rascar un buen puñado de millones a escondidas. Seguro que en la polémica desatada estos días sobran chamanes y brujos fiscales, como sostiene Sánchez. Pero quizás no estén solo donde él apunta.
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