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Hace demasiado tiempo que vivimos en una sociedad banal, donde lo superficial ahoga lo profundo y nuestros hijos valoran como máxima para alcanzar llegar a ser uno de los famosillos de la telebasura. De la banalidad, que convierte el esfuerzo, la cultura y el estudio ... en algo no deseable, es fácil subir al escalón de la estupidez, donde no se razona, sino que se tuitea, se sueltan tópicos leídos en cualquier parte y resultan fácilmente manipulables; es decir, algo semejante a un rebaño de corderos. Gracias a eso, también los políticos se sienten con absoluta impunidad para cometer cualquier tropelía. Como los ciudadanos ya no son tal, sino meros espectadores de un espectáculo que pagan, pero en cual no tienen nada que decir, pues lo mismo da que se presenten telemáticamente, o que roben o que mientan. Nosotros, mientras, vivimos en la banalidad de un reality.
Sin embargo, al igual que los medicamentos, este dopaje de los votantes tiene efectos secundarios que, por desgracia, pagan entre los mismos borregos. Y el más importante es el de la violencia. No sólo la tristemente famosa violencia machista que tantas mujeres asesina; también la violencia de todo tipo, incluso entre preadolescentes que pueden llegar a violar en grupo o a matar de una paliza. Todo esto no es casual, ni surge por generación espontánea, es algo que se va fraguando de manera lenta, continuada y consciente, por aquellos poderes, no sólo políticos, capaces de olvidar que existe algo llamado educación, pero que produce pocos réditos; algo que se llama cultura, pero que genera ciudadanos críticos.
Por eso, se borran del sistema educativo aquellas herramientas capaces de civilizar y madurar a nuestros jóvenes como la filosofía, el arte o la música; preocupados esencialmente de producir obreros cualificados, no personas. Por eso, se permiten anuncios (de un modo abrumador), donde se fomenta el juego on-line; los juegos violentos interactivos para cualquier soporte digital. Por eso no se pone freno a la producción de programas, no sólo denigrantes, sino demoledores, donde nuestros chicos aprenden a admirar a personajillos cuyo mayor mérito es haber tenido una relación amorosa con algún otro del mismo costal, o meter goles (por cierto, el precio del gol en España sale a una media tan astronómica que produce vértigo). Figuras de referencia, que las hay, capaces de motivar al estudio, el esfuerzo, la voluntad y las ganas de aprender, casi ninguno. Y todo, porque eso no da dinero rápido.
Pues bien, ya lo tienen, ciudadanos capacitados para admirar la banalidad, convertidos a la religión de la estupidez; y con la suficiente carga violenta para resultar un peligro manipulable en determinadas circunstancias: chicos aspirantes a machos-alfa; chicas soñando llegar a ser princesas en un cuento. En general, borregos ciegos a la destrucción del planeta y la degradación personal.
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