Hace hoy una semana, un nutrido grupo de vecinos de Andoain se echó a la calle para dar una calurosa y solemne bienvenida -de las de txistu y aurresku- a dos retornados que acababan de cumplir sus condenas por haber servido a ETA de soplones ... para asesinar a Joseba Pagazaurtundua, sargento-jefe de la Policía local.
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Frente a los vecinos que ofrecían lo que a todas luces era un homenaje se plantó un pequeño grupo de militantes del PP que, con notable gallardía, les afearon el gesto. Triste espectáculo. Pero lo peor estaba por llegar. Mientras EH Bildu justificaba la bienvenida como mera expresión de cariño y calificaba cínicamente de «escrache» la protesta del PP, una cualificada representante del PNV y alguno más de los partidos que se llaman constitucionalistas criticaban a los populares por haber querido «hacerse los valientes con el fin de sacarse la foto». Por supuesto, tampoco les gustó el homenaje. Faltaría más. Pero, al repartir equitativamente la crítica, se olvidaban de que los unos homenajeaban a unos cobardes soplones de ETA y los otros daban voz a lo que habían tenido callado durante años por temor a que los mataran como a conejos. La tristeza se convertía así en escándalo.
Tan grande que llegó al Parlamento. Costó Dios y ayuda que no terminara en rifirrafe. Hizo falta pulir las palabras para que nadie se sintiera ofendido. Ni por ésas. Sólo un punto, de los seis que integraban el texto acordado, fue asumido por todos los partidos que se creía que deberían haberlo hecho. Los otros cinco -¡ay!- o se quedaban cortos o se pasaban. Y es que, en este país, nadie es capaz de limitarse a lo que en cada momento toca. El jueves tocaba Andoain y lo que en Andoain sucedió. Pues no. Había que hablar -no fuera qué- de «todas las vulneraciones de los derechos humanos» y de «toda forma de terrorismo», así como de «reinserción y resocialización». De todo con tal de no citar el motivo que daba pie a la declaración y tanta incomodidad creaba. Andoain no existía.
Por esos mismos días se publicó parte de un documento en el que ETA somete a sus presos la propuesta de su disolución. Como gran concesión dice que no pretende imponer su relato como única interpretación de los hechos y que no va a exigir, ni siquiera a los suyos, una «legitimación plena» de su trayectoria. Pero, a la vez, y para que quede claro, se vanagloria del trabajo que ha realizado y enorgullece del legado que ha dejado a su pueblo: la izquierda abertzale. Ningún reconocimiento del daño causado. Mucho menos del error y la injusticia que su propia existencia ha supuesto. No es ETA la que ha cambiado, sólo las circunstancias. Nada que corregir porque en nada se ha equivocado.
Y así, frente a la desorientación y pusilanimidad de los otros, tan comedidos en sus condenas y tan dispuestos a disculparse por sus propios errores, ellos se mantienen con la cabeza bien alta e impasible el ademán. Nada de qué avergonzarse. Quedó claro en Andoain, donde lo más bajo y ruin en la escala de méritos en cualquier organización criminal, el chivato o el soplón, es vitoreado como un héroe. Ni siquiera esto los sonroja. Todo lo contrario. Y es que es precisamente por lo que antes hicimos -viene a decir ETA en el texto- por lo que ahora somos lo que somos. Nada, pues, que echarnos en cara. ¡Aurrera bolie! Como si nada hubiera pasado.
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Así, al menos, como una invitación a seguir en la lucha, lo han interpretado, al pie de la letra, los nostálgicos de la kale borroka que, camuflados en la hinchada del Athletic, se dispusieron el jueves a emular los desmanes de quienes los precedieron. Un ertzaina murió en la refriega. Pero nosotros, en vez de a ellos, preferimos mirar a los rusos, tan brutales y desalmados. Pues no. Esos tan nuestros son también el legado que ETA ha dejado a su pueblo, y ahí siguen alimentando el odio incubado con las ideas de las que la organización no tiene intención de retractarse.
Pero, en fin, no todo ha sido triste esta semana. Al tiempo que los nostálgicos de la kale borroka inflamaban las calles de Bilbao y los reacios a las condenas abiertas edulcoraban sus palabras, en Vitoria-Gasteiz la Fundación Fernando Buesa recordaba con enorme dignidad a quien fuera vicelehendakari del Gobierno y a su escolta Jorge Díez en el decimoctavo aniversario de su asesinato. De los labios de Sara, su hija, se escuchó una voz de rotundo reproche contra la «deliberada ambigüedad de ciertos sectores políticos y sociales» y se animó a sacudirse «el miedo a hablar con claridad y a llamar a las cosas por su nombre». Porque «lo políticamente correcto, llevado al extremo, peca de una neutralidad moral inaceptable». Noble final para una semana que estaba a punto de sumirnos en la confusión y el desconsuelo.
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