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Finalmente hubo abrazo -unos cuantos-. Sin rencores aparentes. Entre los agradecimientos a la directiva saliente y los parabienes a la entrante, Andoni Ortuzar dijo haber ... sido feliz y se despidió cantando un bertso, cuya estrofa final recordaba que «en la unión está la fuerza». Mientras Aitor Esteban, emocionado casi hasta la lágrima al empuñar la makila de mando, pronunció un primer discurso muy centrado en las esencias y bastante duro con los críticos, a quienes de entrada advirtió de que «la insidia y la deslealtad no pueden tener cabida en esta organización», diciéndoles que «no hay excusa para que los jeltzales no rememos todos a una». «Katea ez da eten».
Así que lo que no hubo, para sorpresa de nadie, fue la refundación que algunos venían preconizando. El PNV que sale de la IX Asamblea General no luce muy diferente del que ya conocíamos y la sustitución de Ortuzar por Esteban no parece implicar un cambio ideológico sustancial, más allá de dar pie a una puesta al día de su corpus doctrinal, para adaptarlo a los retos del mundo actual y a la retórica contemporánea del discurso político, dentro del mismo espectro moderado y posibilista que ha caracterizado a los jeltzales desde la Transición. Lo que refuerza la idea de que el partido busca fortalecerse, no reinventarse.
Se trata más bien de una «continuidad renovada», un obligado ajuste estratégico para recuperar peso electoral y social frente a la consolidación de EH Bildu como fuerza emergente, especialmente entre los más jóvenes y en territorios como Gipuzkoa. La marca PNV necesita revitalizarse tras años de hegemonía institucional que han dejado ver sus costuras y los pactos en Madrid con PP y PSOE, poniendo en valor su ADN inequívocamente nacionalista y su rol como eje tractor del autogobierno vasco. Y la cohesión interna es un factor clave para ello. Las tensiones interterritoriales requieren un liderazgo que unifique.
«Nuestra tarea debe ser hacer país, sentirnos uno», dijo Esteban, quien se pone al frente de aquel viejo partido tradicionalista y conservador que Sabino Arana fundó el 31 de julio de 1895 -festividad de San Ignacio-, cuyo lema 'Jangoikoa eta lege zaharra' (Dios y ley vieja), que pretendía dar a la existencia de la nación vasca un sentido trascendente, ya casi nadie se atreve a invocar. Una formación de recio carácter resiliente, forjado en la dictadura y el exilio, que nada más finalizar ésta entendió que, para convertirse en el 'partido guía' de la sociedad vasca que ha sido los últimos 40 años, necesitaba transformarse en un partido «aconfesional, democrático, humanista, pragmático, centrado y transversal», a fin de ensanchar su base social. Y en esas sigue, incorporando nuevos adjetivos a su definición, como «europeísta, plural, intergeneracional, diverso, igualitario e inclusivo».
Sólo que, por primera vez en su historia, el viejo partido se ve necesitado de «recuperar» la centralidad (lo que implica un reconocimiento explícito de haberla perdido y de las nefastas consecuencias que le ha acarreado), así como de «reactivar» a su militancia y «reconectar» con la mayoría social. Para lo que «hay que ponerse las pilas», como dice su nuevo máximo burukide, y empezar a adecentar la casa, con «ejemplaridad, honradez y humildad», que no pueden ser solo palabras fetiche.
Lo que ocurra en el proceso de renovación estatutaria que se tiene que dar en los próximos meses, con la limitación temporal como tema estrella, para evitar el apego a los cargos y la rotación en los mismos o las puertas giratorias que tanto daño han hecho a la sigla, podría tener una influencia decisiva a efectos de que la mujer del César vuelva a serlo y a parecerlo, si se quiere impedir que siga creciendo la disidencia interna y esa bolsa de simpatizantes que, sintiéndose huérfanos, han buscado refugio en la abstención. Y eso no se logra solo invocando la disciplina de partido ni apelando a las esencias. Hace falta valentía y voluntad real de regeneración.
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