Los años naturales no determinan el fin ni el comienzo de nada, aunque la ilusión de que un cambio de dígito obre el milagro y el nuevo año a estrenar nos depare algo distinto, más estimulante o promisorio, vaya de suyo asociada a ver caer ... la última hoja del calendario. El porvenir se antoja siempre una oportunidad renovada tras escuchar la última campanada aunque la realidad se imponga después, como una losa que no da tregua a la esperanza.

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Los pronósticos en política no son nada halagüeños. No hace falta ser Nostradamus para pronosticar que 2025 dará inicio en el mismo clima de desgobierno e inestabilidad, sacudido por las mismas turbulencias y pendiente de los mismos desafíos que deja 2024. En España, será un año marcado por la compleja supervivencia de una legislatura que se resiste a morir y el más que probable final traumático de un régimen -el sanchismo- cuya salvación es ya una carrera contra el tiempo. A medida que avancen los meses y los procesos judiciales abiertos, la situación se tornará agónica para un Ejecutivo asediado por las sospechas de corrupción y debilitado por su incapacidad para atender las demandas, cada vez más exigentes e ideológicamente irreconciliables, de sus socios de investidura que, como se ha visto, jamás formaron parte de esa «mayoría progresista», tan celebrada desde Moncloa, como inexistente.

Los partidos vascos seguirán poniendo, pese a ello, toda la carne en el asador para que Pedro Sánchez no caiga, ni le dé por convocar elecciones anticipadas jugándoselo todo a la carta del milagro económico, más por miedo a que lo que venga después sea un gobierno que suponga un retroceso en derechos y libertades civiles y autonómicos que por una confianza real en que este cumpla con lo que les ha prometido. Un temor que anida de forma mayoritaria en la sociedad vasca que, a diferencia de la española, irresponsablemente arrastrada hacia la crispación, la polarización y la desafección hacia sus líderes, parece dispuesta a premiar electoralmente el esfuerzo de diálogo y la voluntad de acuerdo, forzando a los suyos a ofrecer su versión más beatífica de sí mismos.

Y es que, al margen de cómo decida mover el rey a sus peones y de quién se lleve el gato al agua en la durísima contienda por la imagen que se libra en Madrid, la política vasca tiene aquí su propia batalla cultural y sus propios desafíos. El principal de ellos la negociación y aprobación, en 2025, de un nuevo Estatuto que blinde nuestro autogobierno y avance en el reconocimiento de Euskadi como una nación de pleno derecho. Una vieja aspiración compartida por PNV y EH Bildu que choca con el muro de las tensiones históricas que la autodeterminación suscita en los socialistas vascos y que ambos confían en poder sortear sin poner en riesgo la estabilidad institucional, con la intercesión de Sánchez.

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De todo ello se hablará hasta el aburrimiento durante el nuevo año que ojalá venga cargado de mayores dosis de moderación, honestidad y realismo para nuestros dirigentes políticos. Para el resto, paciencia y fe. Tan necesarias como menguantes. ¡Feliz 2025!

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