El tiempo no espera por nadie», dice una canción de los Rolling Stones. Excepto por Pedro Sánchez. Convenientemente alejado del foco mediático tras dar positivo en covid en esta hora aciaga, quién sabe si más cauteloso que convaleciente, el presidente en funciones se lo toma ... con calma y guarda un silencio de clausura mientras el país permanece en vilo desde que Carles Puigdemont le diera una patada al avispero de la política española exigiendo una ley de amnistía como pago por adelantado para negociar su investidura.

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Alegando discreción, Sánchez deja que otros hablen por él, parapetado tras esa 'guardia de corps' en la que ha convertido a sus ministros y ministras, mientras cada vez son más los exdirigentes y antiguos cargos de su partido que salen penando en procesión mediática, para advertirle y casi suplicarle que no lo haga, que ni se le ocurra ceder al chantaje de quien sólo busca la rendición incondicional del Estado de Derecho mediante una medida de gracia que declare nulo el delito para volver a cometerlo, a sabiendas de que, una vez doblegado el pulso al Poder Judicial, el desafío independentista le saldría gratis.

Pero, por más que los titulares carezcan de matices, no todas las rogatorias de la vieja guardia socialista suenan igual de hiperventiladas y catastrofistas. No es lo mismo la manifiesta animadversión de dos pesos pesados de la Transición y del proceso constituyente, como Felipe González y el temperamental Alfonso Guerra («me rebelo, no lo soporto») hacia el actual inquilino de Moncloa, a quien acusan de demoler los cimientos de la democracia española y laminar el pacto constitucional como si fuera «un salchichón»; que la sugerencia de un Jesús Eguiguren de ser imaginativos y buscar «otra fórmula jurídica que logre más o menos lo mismo» que la estigmatizada amnistía o la advertencia de un Ramón Jáuregui de que «esas voces discrepantes dentro del PSOE deben oírse, aunque solo sea para reforzar la posición negociadora de Sánchez». Se entiende que frente al líder de Junts.

El del PSOE hoy es el duelo generacional entre quienes luchan por preservar los restos de un pasado y un entramado institucional del que fueron artífices, frente al interés cortoplacista de quienes pretenden cambiar España en unas cuantas semanas para gobernar el futuro junto a nacionalistas e independentistas si no hay más remedio, en base a la creación de un relato republicano y beatífico, necesariamente alternativo al de «vencedores y vencidos», que con suerte allane el camino para un nuevo encaje territorial de Euskadi y Cataluña, menos recentralizador y jacobino que el endeble consenso emanado de la Transición (cuando el legislador se cuidó de hablar de «nacionalidades» en lugar de emplear el término de «naciones» en la Carta Magna, en previsión de que vascos y catalanes quisieran ejercer la soberanía) del que todos han vivido y por el que algunos aún se felicitan, pese a que aquellos polvos hayan engordado estos lodos de inmundicia ética y política, mezclados con la sangre, sudor y lágrimas del pueblo llano, en los que desde 1715 no hemos dejado de chapotear.

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