Dice el diccionario de la Real Academia que un «bocazas» es la persona que habla más de lo que aconseja la discreción entendida esta como ... la sensatez para formar juicio y el tacto para expresarse con agudeza, ingenio, reserva, prudencia y oportunidad. Por lo que no creo exagerado afirmar que la vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, es una bocazas de primer nivel. Su falta de tacto y de juicio en materia jurídica, al decir que es «una vergüenza que se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes que deciden denunciar a los poderosos», ha sido interpretada por muchos -incluidas las siete asociaciones de jueces y fiscales, conservadores y progresistas, que hay en España, que han emitido un comunicado conjunto exigiéndole al Gobierno respeto a la labor de los magistrados por enésima vez- como un cuestionamiento directo a un principio fundamental del Estado de Derecho, consagrado en la Constitución Española y en otros tratados internacionales, que establece que toda persona es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad mediante pruebas suficientes, en un proceso justo y garantista, con arreglo a la ley y no en base a un acto de fe.
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Pero no fue este el único «desliz» de la desahogada Marichús Montero en un fin de semana de frenesí mitinero, en el que decidió dar rienda suelta a su verbo desbocado y lenguaraz. Al día siguiente de referirse a la sentencia absolutoria del futbolista Dani Alves por el TSJ de Cataluña, hizo unas declaraciones de corte no menos populista y demagógico acerca de la universidad privada, asegurando que «es la principal amenaza que tiene la clase trabajadora para dar una esperanza de ascenso social a sus hijos», pues estos estarían en desventaja frente a los «niños ricos» que pueden «comprarse un título» universitario, como si el conocimiento se vendiera a peso en la privada. Unas polarizantes y resentidas declaraciones que, lejos de ser matizadas, fueron secundadas por su jefe, Pedro Sánchez, dispuesto a endurecer los criterios de creación de lo que ha llamado «chiringuitos educativos» que, según él, no cumplen con estándares de calidad y se limitan a ser «máquinas expendedoras de títulos».
La ironía es que el propio Sánchez y algunos de sus ministros han obtenido sus credenciales académicas en centros y universidades de pago. Lo que hace pensar que el repentino discurso en defensa de la universidad pública que este gobierno ve amenazada por un modelo privatizador, especialmente en regiones donde gobierna el PP, es de carácter oportunista y carece de coherencia ideológica.
El Gobierno puede tener razón al señalar que algunas universidades privadas no aportan valor real, desprestigiando al sector. Pero la solución no debería ser una regulación restrictiva que se aplique a todas por igual, limitando la competencia y afectando a instituciones privadas de calidad que sí contribuyen a la mejora de la oferta académica en la educación superior, sino un enfoque quirúrgico que diferencie los centros serios de los que no lo son.
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