Dicen los teóricos de la democracia que uno de sus pilares básicos radica en la existencia de tres poderes que, a través de un perfecto juego de equilibrios, impiden que alguno de ellos opere de manera injusta o arbitraria. Pero, ¿qué ocurre cuando dos de ... esas tres patas del banco en el que se asienta la democracia se acusan mutuamente de actuar de forma disfuncional? Pues que esta corre un serio riesgo de venirse abajo.

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Está pasando. La agria contienda entre políticos y togados a la que llevamos meses asistiendo y que se ha visto recrudecida a raíz de sus discrepancias por la aprobación de la controvertida ley de amnistía, erosiona, deslegitima y pone en peligro la estabilidad del sistema democrático.

La foto fija del estado de ánimo de la judicatura es elocuente. Más del 80% de los jueces españoles considera que el Gobierno le ha perdido el respeto al Poder Judicial, el 63% siente que el Ejecutivo no valora su trabajo y el 53% dice estar preocupado por la pérdida de independencia de la Justicia, según una encuesta difundida por la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), en la que la autocrítica brilla por su ausencia, al igual que sucedió en el último pleno extraordinario del CGPJ celebrado por exigencia de nueve vocales del bloque conservador indignados ante las duras críticas vertidas en el Congreso por los socios de Pedro Sánchez contra los jueces que cuestionan que Puigdemont sea amnistiable, sin que su presidenta, la socialista Francina Armengol, les llamara al orden.

Que el órgano de gobierno de los jueces reclame respeto para estos es procedente, y hasta justo y necesario, en tanto que toda generalización suele ser demagógica e infundada. Ni todos los jueces prevarican ni todos los políticos son corruptos. Pero no podemos obviar que el descrédito (un 48% de los españoles cree que el funcionamiento de la Justicia es malo o muy malo y un 50,8% pone en duda la independencia de los jueces al dictar sentencias, según el CIS) viene de lejos y su responsabilidad es, como mínimo, compartida.

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La razón última habría que buscarla en ese prototipo de «juez estrella» 'made in Spain', dopado de afán de notoriedad. Categoría a la que han pertenecido ilustres magistrados como Baltasar Garzón, Elpidio Silva, Mercedes Alaya, Javier Gómez de Liaño, Manuel Marchena, Emilio Calatayud y hasta el actual ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, a los que el poder político (de izquierda y de derecha) se acostumbró a instrumentalizar y aplaudir cuando instruían sumarios y dictaban sentencias a la carta, algunos de los cuales acabaron siendo apartados de la carrera judicial por prevaricación.

Hoy son Pablo Llarena, Joaquín Aguirre y Manuel García-Castellón quienes acaparan los grandes titulares y, con su particular sentido de la oportunidad y sus interpretaciones creativas de la ley y del derecho, extienden un manto de sospecha sobre la independencia judicial en España.

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Los jueces merecen respeto. Pero no necesitamos más jueces estrella. Necesitamos magistrados independientes, rigurosos y eficaces que no aspiren a ocupar un ministerio.

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