El Estado tiene la responsabilidad de crear y garantizar un entorno seguro para sus ciudadanos. De ahí que el que este eluda su deber de ... proteger y socorrer a la población civil, en una situación de riesgo y emergencia como la vivida en Valencia, abandonándola a su suerte en medio del destrozo, pudiera llegar a ser constitutivo de delito, si pensamos en cuántas vidas hubiesen podido salvarse, de haber sido las distintas instituciones de un mismo Estado capaces de actuar de forma coordinada en las primeras horas posteriores a la catástrofe, como se espera de un país desarrollado del primer mundo, en lugar de atrincherarse en su orgullo competencial o de sentarse a ver el cadáver de su enemigo político pasar arrastrado por la riada.
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Uno porque no avisó y el otro porque quiso que le suplicaran. Mazón y Sánchez son culpables de no haber llegado a tiempo a la gestión de esta tragedia de la que, una semana después, desconocemos aún su indigesta cifra oficial de muertos contables y desaparecidos; corresponsables del caos en el que siguen sumidos muchos pueblos y pedanías de l'Horta Sud que se asemejan hoy a una zona de guerra. Un paisaje apocalíptico y maloliente, sembrado de cadáveres y anegado por el barro y la inmundicia que, desde primera hora, intentan adecentar los voluntarios.
«La solidaridad es la ternura de los pueblos», escribió Gioconda Belli, pero qué distinto hubiera sido todo si, en lugar de tanta gente voluntariosa apertrechada de palas y escobas, se hubiesen desplegado, sin necesidad de pedirlo, todos los medios técnicos, materiales y humanos de que el Estado dispone gracias a nuestros impuestos, ésos que ahora el Gobierno ha decidido perdonar a los afectados por la dana, en un calculado gesto de magnanimidad, renunciando a su habitual glotonería recaudatoria (así será el roto).
La respuesta institucional no ha podido ser más deplorable en su conjunto. Gobierno y Generalitat han ido arrastrando los pies hasta desatar la justa ira de los dioses y de los embarrados vecinos de Paiporta que decidieron dar un baño de lodo y de realidad a las máximas autoridades de ese Estado al que han sentido ausente, indiferente a su desgracia. Más allá del relato oficial que intenta hacer pasar lo que allí sucedió como un intento de magnicidio contra Sánchez orquestado por «elementos marginales» neonazis y de quién sea la ganancia cuando el río baja revuelto, o precisamente por ello, harían bien quienes viven de él en reflexionar acerca de lo que la expresión catártica de ese profundo hastío social supone en términos de desafección democrática. Los excesos de una clase política tan ambiciosa como incompetente, arrogante y corrupta, y el tacticismo de un presidente obsesionado en retener el poder, que esta vez parece haberse pasado de listo, se están cargando la credibilidad y estabilidad del sistema. Y a este paso, no va a ser fácil ponernos de acuerdo en la necesidad de salvarlo. Pero resulta indispensable hacerlo, si no queremos acabar hundidos de nuevo, hasta el cuello, en el fango de las trincheras y las cunetas.
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