Suele decir el expresidente Pepe Mujica, leyenda viva de Uruguay, que «el hombre es un bicho bastante vanidoso» y que «es fácil que aquel a quien le toca ejercer el liderazgo político caiga en la miopía de creerse el centro de la Historia, cuando no ... es más que un episodio de ella». Tal es el apego humano al poder. Una adicción que, como cualquier otra, requiere de un proceso de desintoxicación al que muy pocos aceptan someterse de manera voluntaria.

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El poder engancha más que la droga pues otorga a quien lo ejerce una posición social de primer nivel, abre puertas y confiere influencia y notoriedad pública, por lo que resulta comprensible que, cuando se tiene, cueste dejarlo. Lo cual puede ser a la larga letal, teniendo en cuenta que, tarde o temprano, la necesidad de relevo se impone en casi todas las organizaciones, por pura lógica generacional.

Hay dirigentes que preparan el terreno con tiempo, impidiendo que a su alrededor crezca la hierba y propiciando que florezcan nuevos y mejores liderazgos. Y hay otros que, por el contrario, van eliminando por el camino a los más aptos para que, llegado el momento de la sucesión, los suyos sientan que son irremplazables. Los primeros son los más inteligentes, los segundos los más arteros. Y, entre unos y otros, hay también quienes buscan perpetuar su poder por persona interpuesta, aupando hasta la cima a sus más fieles o a los más dóciles, para «dejar todo atado y bien atado».

La cuestión merece reflexión ahora que muchas formaciones políticas están próximas a celebrar sus congresos o asambleas internas, sin que se vislumbren relevistas emergentes para los primeros puestos de dirección de sus cuadros orgánicos. Se supone que este otoño debía de ser crucial para redefinir estrategias e impulsar un cambio de caras en aquellos partidos que, a tenor de su pobre cuenta de resultados en las últimas citas electorales, más han acusado una erosión en su liderazgo. Pero, por lo que vamos sabiendo en unos casos e intuyendo en otros, todo apunta a que va a servir más para consolidar a sus actuales dirigentes, que para reemplazarlos.

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Tras la debacle del independentismo catalán, por ejemplo, pocos dudan de que las bases de Junts renovarán su confianza en Puigdemont, mientras Junqueras parece decidido a retomar el control de ERC. Y si hablamos del PNV, más débil que nunca por un acusado desgaste en las urnas amortiguado en parte por la retención del poder institucional gracias a su alianza con los socialistas, no parece que el principal artífice de esta, Andoni Ortuzar, tenga prisa por abordar su relevo al frente del EBB, que ha aplazado hasta el primer trimestre del año que viene sin soltar prenda acerca de si piensa presentarse a la reelección para un cuarto mandato, cuando su figura está a punto de cobrar protagonismo en la negociación del nuevo estatus vasco. No hay que «rehuir» la crítica pero también toca «valorar lo conseguido», dijo en el Alderdi Eguna dejando la decisión «en manos de la militancia», a la que solo le faltó recordarle las palabras del santo: «En época de crisis, mejor no hacer mudanzas».

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