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La ley de amnistía para que Pedro Sánchez pueda ser investido, no solo está elevando la tensión al límite en la vida judicial y política española, en donde la sobreactuación, la degradación ética y el oportunismo temerario se han convertido en código homologado de conducta, ... sino que se ha trasladado a las calles, en las que votantes y simpatizantes de derecha y ultraderecha canalizan su frustración y enfado regurgitando indeseables nostalgias y profiriendo acalorados insultos frente a las sedes socialistas, llegando a protagonizar violentos enfrentamientos con las fuerzas de orden público.
Es el mundo al revés en el que ya vivimos, donde la crispación programada y el filibusterismo político sigue ganando enteros. Ya no solo es la izquierda antisistema, los CDR o los cachorros de la kale borroka quienes se manifiestan. Ahora lo hacen, con similar virulencia incívica, gentes que dicen luchar contra el «separatismo, las políticas antifamiliares y el individualismo de este Gobierno traidor a España», previamente espoleados por sus líderes que son plenamente conscientes de que calentar la calle es politizarla: transformarla en espacio activo de denuncia y en escaparate legitimador de sus propias fuerzas y razones.
Humillación es la palabra de moda para quienes se les hace insoportable que el futuro Gobierno dependa de las veleidades de un independentismo irredento, cuyo líder transmutado en una réplica sonriente del Conde de Montecristo goza poniéndoselo más difícil todavía a los que sigue considerando que fueron sus verdugos. Y la bilis se desparrama. Un sentimiento corrosivo por el que algunos parecen haber decidido que lo mejor es combatir la rebelión con la insurrección.
«Paremos el golpe de Sánchez», arenga a los nuevos indignados Abascal ejerciendo de director de orquesta titular. Mientras Aznar escribe el réquiem de la España constitucional, ante cuyo riesgo de defunción advierte que «no cabe inhibirse ni rendirse». Y Feijóo se suma al coro para anunciar que «no nos van a silenciar, no nos van a callar y no nos van a parar».
¡Qué difícil es construir una nación y cuán sencillo resulta incendiarla! «Una sola chispa puede arrasar toda la pradera», observó Mao Zedong, mientras intentaba convencer a sus seguidores de que en China era posible la revolución. El problema con el fuego provocado es que, una vez encendida la mecha de la histeria colectiva, no está claro cuál será el alcance de las llamas ni la magnitud del desastre.
El peligro de fomentar la discordia sustituyendo la agenda política por la movilización social y llevando a la calle la lucha partidista es que cunda el ejemplo y acabemos como en un cuadro de Goya.
En democracia, el desacuerdo debe dirimirse en las urnas y en las Cámaras habilitadas para el debate parlamentario. Retroceder en esa conquista es irresponsable e irracional. Sobre todo en un país que guarda un triste recuerdo del desbordamiento de los límites cuando de incendiar las calles se trata. Hay ciertas cosas con las que es mejor no jugársela.
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