Prometía el lehendakari Pradales esta semana al nuevo equipo rector de la UPV/EHU dotarla de mayores y mejores recursos, y pedía a cambio ambición y «autoexigencia». Un concepto casi en desuso, disruptivo para una sociedad más bien «autoindulgente» que tiende a sobreproteger e infantilizar ... a sus ciudadanos, en la que hemos llegado al delirio de considerar que obligar a nuestros hijos a ir a clase les puede acarrear traumas irreversibles y que, con suerte, estamos preparando para la explotación laboral a las generaciones futuras. Teniendo en cuenta que, poniéndose en lo peor, también son muchos los que opinan que la universidad es hoy una fábrica de parados debido a su manifiesta desconexión con las necesidades reales del mundo empresarial.
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Tal es la visión que a menudo se tiene de la educación, en una sociedad como la nuestra centrada en la reivindicación de derechos más que en la asunción de deberes y en la que lo bueno ha acabado siendo enemigo de lo mejor, especialmente desde que se ha instaurado el falso relato de la 'tiranía del mérito' como coartada para la desigualdad, normalizándose para combatirlo la ley del mínimo esfuerzo y el 'aprobado general' que iguala las capacidades a la baja, tanto en términos académicos como profesionales.
En lugar de hacer una apuesta por la autoexigencia, como sugiere Pradales, nos hemos vuelto conformistas. Pero es algo que debe cambiar si Euskadi quiere salir adelante en un mundo cada vez más competitivo, en donde se requiere de altas capacidades para sobrevivir, no digamos ya para triunfar. Y ahí la universidad pública es un factor clave.
El distorsionado argumento esgrimido por algunos sectores autodenominados «progresistas» de que la meritocracia reduce el valor del ser humano a su capacidad de generar resultados y es socialmente discriminatoria, pues no tiene en cuenta la desigualdad de origen en el acceso a la formación y a las oportunidades laborales, caerá por su propio peso en la medida en que nuestra universidad pública sea capaz de ofrecer una educación con altos estándares de calidad que prepare a nuestros jóvenes para enfrentarse a los retos del mundo globalizado, promoviendo un cambio de paradigma en sus aspiraciones, hasta ahora mayormente centradas en engrosar la nómina del funcionariado.
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Es preciso fomentar la cooperación y el trabajo en equipo, pero también impulsar a los estudiantes a competir para rendir al máximo de sus capacidades individuales, reconociendo el talento y premiando la iniciativa, el esfuerzo genuino y el trabajo bien hecho. Cuando la valía se convierte en principio rector, estos se sienten motivados a superarse para ser reconocidos por sus logros, independientemente de su extracción social. Por lo que, en un contexto de crecientes desigualdades, se hace más necesaria que nunca una universidad pública autoexigente que promueva la excelencia formativa y vuelva a poner en valor el mérito como motor de desarrollo académico y progreso económico, humano y social. Lo contrario sería resignarnos a la 'tiranía de la mediocridad'.
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