La verdadera política es como la salud; solo cuando se la echa en falta se valora su existencia. En su normal funcionamiento, debería de ser como la respiración o la circulación sanguínea, algo en lo que nadie repara y que se da por hecho. Sin ... embargo, hay quien cree que hacer política es hacer lo posible por atraer los focos y la atención mediática, sin importar el ridículo que se haga o el daño que se cause con ello a las instituciones y a la convivencia democráticas.

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Llamar la atención con fuegos de artificio; polarizar y enardecer el clima social, quemar en la hoguera de sus vanidades recursos, tiempo y esfuerzos para dar cabida a iniciativas estériles que solo responden a estrategias y cálculos preelectorales, en vez de permitir al Estado centrarse en atender sus atribuciones constitucionales, es propio de quienes entienden la política no como servicio público, sino como espectáculo, circo romano y cortina de humo.

No es que sea nada nuevo. Alcibíades ya le cortó el rabo a su perro para que los atenienses hablasen de ello y no de su incapacidad para resolver los problemas que les atribulaban; pero, en la época actual, con la política reducida al escándalo nuestro de cada día, esto se ha convertido ya en una constante en España. Como los atenienses viendo la cola del perro de Alcibíades, los ciudadanos dejamos de atender a lo sustancial para centrarnos en lo anecdótico, aunque sea algo tan poco serio como una moción de censura predestinada al fracaso, auspiciada por un partido de extrema derecha que ha decidido lanzar a la arena del hemiciclo a un catedrático nonagenario cuyo ego le precede, de pasado a ratos liberal, a ratos conservador, a ratos comunista y a ratos golpista, deseoso de lucirse para pasar a la historia, en un esfuerzo de retórica digno de mejor tribuna que el acta de sesiones del Congreso de los Diputados que certificará la derrota de su candidatura de pega.

Pensando en el personaje y en su Cicerone, Sánchez Dragó, he recordado una frase que se le ha endosado a Saramago que alertaba de que «los fascistas del futuro no van a tener el aire castrense de Hitler o Mussolini». Van a ser hombres (y mujeres) de atildados modales y aspecto inofensivo, capaces de predicar el mismo discurso en defensa de la patria, la libertad, la familia, la religión y las buenas costumbres, desde una pretendida superioridad moral, para engatusar a «gente de bien» (esa de la que hablaba Núñez Feijóo) algo desmemoriada y de amplio espectro ideológico.

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Demagogia, le llamaban los griegos; el camino más seguro al infierno. Instrumentalizar el verbo y el intelecto de Ramón Tamames, como pretende hacer Vox, puede ser mediáticamente rentable, pero políticamente desastroso para la derecha como alternativa de gobierno, como bien sabe el PP, al que han puesto en un brete sin querer queriendo. Para la ciudadanía no es más que una tomadura de pelo. Centrémonos en Alcibíades y no en su perro, y dejemos para el circo a los payasos y a los turistas ideológicos.

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