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Todo empezó a resquebrajarse de verdad un 1 de diciembre. Corría el año 2002. El PNV se había dado cita, como cada año, frente a la tumba de Sabino Arana en Sukarrieta para conmemorar el aniversario de la muerte de su fundador. Xabier Arzalluz ... apostaba ya por el soberanismo sin paños calientes, aunque apenas cinco años antes había dejado para la posteridad aquella famosa perla suya sobre la autodeterminación –«¿para qué, para plantar berzas?»–. Aquel día, en cambio, advirtió de que el plan Ibarretxe era solo una vía para llegar a una convivencia amable con España, aunque no «colmaba» las aspiraciones del partido.Pero de lo que realmente se hablaba esa mañana era del artículo de Iñaki Anasagasti en 'Deia', que, en contra de los usos y costumbres jeltzales, cuestionaba la decisión del Bizkai buru batzar, comandado por un joven Iñigo Urkullu, de proponer a José Luis Bilbao como candidato a diputado general frente al ve terano Josu Bergara. No es bueno «cambiar de caballo en medio del río», avisaba el entonces portavoz en el Congreso. Unos días después, fue el gran timonel el que tomó partido abiertamente por Bergara. La batalla, larvada desde hacía unos años, se había desatado en toda su crudeza. La vieja guardia defendía sus posiciones.
«Ése es el desencadenante de todo lo que vino después», apunta un militante jeltzale que experimentó en primera persona aquella época convulsa. 'Lo que vino después' es el final, en enero de 2004, de la 'era Arzalluz' y la designación de Josu Jon Imaz como nuevo presidente del EBB, un episodio que el hasta entonces todopoderoso líder nacionalista vasco, fallecido el jueves a los 86 años, vivió con amargura. «Se sintió maltratado. Siempre pensó que la forma en que aquella nueva generación de dirigentes accedió al poder no había sido limpia ni lógica. Para él, la experiencia era un grado, y le pareció todo muy drástico, poco elegante», rememora un antiguo cargo del partido que trabajó codo con codo con el político de Azkoitia.
La brecha no fue solo generacional sino también ideológica y empezó a abrirse a mediados de los 90, con un partido aún traumatizado por la escisión, que había dejado en manos de Ajuria Enea el peso del discurso político. Es por aquel entonces cuando Arzalluz y el trío de dirigentes más cercano a él –Joseba Egibar, Juan María Ollora y Gorka Agirre– empezaron a sentirse seducidos por los cantos de sirena de la izquierda abertzale. La experiencia norirlandesa empezaba a verse como un referente, como quedó de manifiesto en la conferencia de paz que el entonces líder de Elkarri, Jonan Fernández, organizó en el hotel Carlton. El final de la violencia de ETA y la superación del marco estatutario empiezan a entrelazarse en el discurso político del líder y sus fieles, frente a dirigentes más jóvenes, criados en democracia para la política, que recelaban profundamente de un camino que acabó desembocando en el gran fracaso que a posteriori fue Lizarra.
La mesa de Ajuria Enea y el espíritu de Ermua se desvanecen para dejar paso a la acumulación de fuerzas nacionalistas, a Ibarretxe, su plan y el derecho a decidir. En ese magma político, en permanente ebullición, hay que buscar los orígenes del posterior divorcio entre Arzalluz y la futura cúpula del partido. El entonces presidente del EBB quería llevar la batuta sin fisuras. El propio Ollora lo apuntaba en un libro publicado entonces. Si hasta entonces el referente había sido Ajuria Enea, ahora tenía que serlo Sabin Etxea. Los jóvenes del partido, más posibilistas, empiezan a revolverse apadrinados por un Javier Atutxa que, aunque generacionalmente era próximo a Arzalluz, se había distanciado del líder y fue clave para precipitar años después su salida de escena.
Atutxa se hace con las riendas del 'aparato' vizcaíno en 1996, tras derrotar al exconsejero de Interior Luis María Retolaza, muy próximo al presidente del EBB. Su hija Uxune fue de hecho la fiel secretaria de Arzalluz tras su retirada y durante décadas. La mantuvo hasta el final, a diferencia del despacho en la bilbaína calle Navarra, cerrado hace unos años.
En 2000, Urkullu sucede a Atutxa al frente del BBB. En 2001 Arzalluz temblaba ante la posibilidad de que el 'abrazo del Kursaal' entre Jaime Mayor Oreja y Nicolás Redondo desalojara al PNV del poder. Pero Ibarretxe logró imponerse y se hizo así, de paso, con la rendida admiración del líder, que le veía como un salvador. El exlehendakari publicó el jueves en sus redes sociales la foto de su abrazo en el Alderdi Eguna de 2003, cuando la salida de Arzalluz ya había empezado a escribirse. «Ahora tendría que llorar si fuera normal, pero esos que ya sabéis me han secado las lágrimas», dijo entonces el gran timonel tras liberarse, estupefacto, del abrazo. Un año antes, la derrota interna de Bergara frente a Bilbao le había dejado ya «muy tocado». Todo se precipita con la apuesta del líder por Egibar como 'delfín', que pierde frente al candidato guipuzcoano que los vizcaínos auparon: Josu Jon Imaz. El líder saliente ni citó al entrante en su discurso de despedida. Un cargo vizcaíno de la época niega que Urkullu y su círculo sacaran a Arzalluz. «Jamás se hubieran presentado contra él».
La frustración de Arzalluz fue fruto, básicamente, de su hiperliderazgo en el partido durante las tres décadas anteriores al ascenso al olimpo de esa nueva generación de dirigentes, conocidos en el imaginario político vasco como 'jobuvis', acrónimo de jóvenes burukides vizcaínos. Llamados a veces 'jabugos' por degeneración léxica, demostraron ser pata negra: hoy siguen casi todos en la cima. El tándem Iñigo Urkullu-Andoni Ortuzar encarna sin apenas sobresaltos la tradicional bicefalia jeltzale y muchos de los que ya entonces formaban parte de aquel influyente grupo, como Koldo Mediavilla, Joseba Aurrekoetxea, Aitor Esteban o Iñigo Iturrate, continúan hoy siendo figuras clave. Arzalluz siempre les menospreció –del hoy lehendakari decía que era un «maestrillo»– y el propio Urkullu confesó a María Antonia Iglesias que sabía que no era «santo de su devoción», además de afearle que hubiera «entregado» el partido a Ibarretxe.
No es de extrañar, por lo tanto, que la relación de Arzalluz con el PNV del siglo XXI –un partido moderno en el amplio sentido de la palabra, rejuvenecido, profesionalizado y alejado del liderazgo anárquico e impulsivo de aquellos años– fuera fría y distante. Casi gélida, como demuestra que la familia haya preferido no instalar la capilla ardiente en Sabin Etxea, donde sí se ubicó, por ejemplo, la de Gorka Agirre.
En los últimos lustros, Arzalluz permanecía alejado del ojo público y más aún de la vida interna del partido. «Cuando salió le ofrecieron ser presidente de la Fundación Sabino Arana o recibir el premio pero se negó. Tampoco quiso estar nunca en primera fila en los Alderdis ni en el Aberri Eguna. Es una pena porque podría haber aportado mucho», cuenta un veterano peneuvista. En aquellos años, en efecto, localizar a Arzalluz en los días grandes del partido se convirtió en pasatiempo habitual de los periodistas. Solía aparecer al fondo, mezclado entre el gentío, siempre con Egibar y otros dirigentes del PNV guipuzcoano. De su mano protagonizó su última aparición publica, en marzo de 2018, en la presentación de un documental sobre su trayectoria.
Pese a ese muro invisible que les separaba, es verdad también que Arzalluz y el PNV que le sucedió coexistieron de forma pacífica, respetuosa y correcta. «No ha sido nunca como Aznar o Felipe. Jamás ha lanzado una sola crítica, ha sido exquisito», apuntan en el partido. Un viejo conocido de Arzalluz explica el porqué: «Por lealtad a la sigla, sin duda. Consideraba que la sigla era su hija. Creía que el PNV era suyo».
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