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Veintitrés años y medio antes de que ETA abandonara las armas, el Pacto de Ajuria Enea suscrito por todos los partidos, excepto Herri Batasuna -autoexcluida del proceso- dejó patente una soledad que acompañaría a la banda hasta su disolución y dibujó una línea divisoria entre ... la amplia mayoría de la sociedad vasca que, aunque en voz todavía baja, exigía la erradicación de una violencia «que no tiene ningún tipo de justificación» y quienes aún la apoyaban escudándose en supuestas razones políticas. José Antonio Ardanza fue el impulsor de aquel histórico entendimiento. Uno de los grandes hitos de su mandato como lehendakari y un paso sin precedentes hasta entonces en la deslegitimación del terrorismo en una Euskadi en plena construcción de su autogobierno y una España que se esforzaba en consolidar la democracia recuperada hacía apenas una década.
La búsqueda de un acuerdo «para la normalización y pacificación» había sido planteada por Ardanza en el Parlamento en una intervención en la que, para evitar equívocos, hizo hincapié en que el PNV no compartía con ETA ni los fines ni los medios para alcanzarlos. La propuesta fue recibida con frialdad y escasas perspectivas de éxito. Sin embargo, tres meses después, el 12 de enero de 1988, se materializó con la firma de un documento que rechazaba sin ambages el uso de las armas y advertía desde el primer párrafo que acabar con él constituía «un objetivo fundamental de la acción de todas las instituciones y fuerzas democráticas». Además, negaba cualquier protagonismo político a la banda, que era presentada como un obstáculo para el desarrollo del autogobierno.
La firma de aquellos 15 folios retrató una insólita unidad contra el terrorismo, que el año anterior se había cobrado más de medio centenar de vidas y aún conservaba en algunos sectores un cierto aura de supuesto defensor de las libertades que se labró durante el franquismo. Además, el Pacto de Ajuria Enea permitió visibilizar, dentro y fuera de Euskadi, un extendido rechazo a la violencia encabezado por las instituciones y que en las calles apenas había aflorado con el nacimiento de Gesto por la Paz. Si sus promotores albergaron alguna esperanza de que sirviera para que ETA renunciase a las armas, pronto comprobaron que no sería así.
El detonante de la iniciativa fue el asesinato de 21 personas en el Hipercor de Barcelona por un coche bomba colocado por un comando etarra el 19 de junio de 1987. Aquel atentado no solo conmocionó a la sociedad española y a la vasca, sino que abrió grietas en HB, donde se levantaron algunas voces críticas con la violencia. Además, el entonces lehendakari recibió «una llamada desde Madrid» en la que le hablaron de «ruido de sables entre los militares», según confesó en una entrevista publicada por este periódico. El fallido golpe de Estado 23-F aún estaba reciente en un país en el que el terrorismo etarra daba munición a los nostálgicos de la dictadura.
Los primeros contactos resultaron infructuosos. Las abismales diferencias entre los partidos hacían impensable un consenso. «Aquellas rondas iniciales empezaban a ser una pérdida de tiempo», recordaba Ardanza. Y, entonces, otra acción criminal de ETA dio un empujón a las conversaciones: el atentado contra la casa-cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza el 11 de diciembre de 1987, en el que murieron once personas; entre ellas, cinco niños. «Señores, no podemos seguir sin acuerdo», espetó a los líderes políticos, a los que convocó en torno a una mesa la víspera de Reyes. Aquella reunión duró 16 horas. Doce la posterior, celebrada el domingo 10 de enero, en la que se acercaron posturas. La tercera comenzó al día siguiente a las 10.45 y acabó bien entrada la madrugada del martes 12, aunque la firma había sido anunciada para el mediodía de esa misma fecha.
Ardanza, Xabier Arzalluz (PNV), Txiki Benegas (PSE), Kepa Aulestia (Euskadiko Ezkerra), Alfredo Marco Tabar (CDS), Iñaxio Oliveri (EA) y Julen Guimón (AP) suscribieron el histórico documento. Los dos últimos, después de amagar con no hacerlo cuando estaba todo dispuesto para el acto. El lehendadari convenció por teléfono al presidente de Alianza Popular, Antonio Hernández-Mancha, y Oliveri arrancó al final el plácet de Carlos Garaikoetxea.
El pacto fue eficaz en la deslegitimación social de ETA y ayudó a movilizar a la sociedad. Pero la banda, descolocada en un primer instante, pronto se recompuso y se aferró a la violencia durante casi un cuarto de siglo más. Las diferencias entre los partidos y la conversión del terrorismo en un arma política arrojadiza fueron desactivando el acuerdo hasta la disolución de la Mesa de Ajuria Enea una década después de su constitución.
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