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Buena le ha caído al mandatario de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco (PP), quien se las prometía muy felices de formar Gobierno con Vox y a quien la autoridad no le ha durado ni 24 horas, por más que Núñez Feijóo se consuele diciendo ... que «el que manda en una comunidad autónoma es el presidente».
Enredados en el falso debate «aborto sí/no» con el que ha dado inicio la semana por cortesía del vicepresidente Juan García-Gallardo de Vox (tristemente célebre desde que le dijera a una procuradora de la oposición con una discapacidad que la iba a tratar «como a una persona como las demás»), el barbado líder de los ultraderechistas castellanoleoneses insiste en la aplicación de su «protocolo antiabortista» destinado a disuadir a las mujeres que se estén planteando interrumpir su embarazo, obligándolas a escuchar el latido fetal o a intentar adivinar la morfología de su bebé en una ecografía 4D practicada en las primeras semanas de gestación, a fin de «aumentar su implicación emocional» con el embrión nonato. Eso sí, «sin presión», que para coaccionar a la mujer en su decisión de abortar ya están, según él, su pareja, amigos y familiares, no vaya a ser que nos dé por usar el criterio propio. Sólo les ha faltado añadir la canastilla, en rosa o en azul, regalo de la Junta de Gobierno.
Tras desautorizar este disparate asegurando que en Castilla y León «no se obligará a los médicos y a las mujeres embarazadas a nada», ayer era el secretario general de Vox, Ignacio Garriga, quien le exigía a Mañueco que cumpla lo pactado en la investidura o, de lo contrario, será el gobierno autonómico quien sufra un aborto espontáneo.
«No hemos venido a hacer lo que hacen todos», ha dicho Garriga. Y ha sido sincero. Vox no llegó a la política para hablar de la inflación, del precio de los combustibles o de la factura de la luz, sino para enredar en su «guerra cultural» a las instituciones democráticas intentando reabrir un debate ideológico socialmente superado desde hace más de tres décadas para imponer su programa reaccionario. El aborto es uno de sus temas fetiche y Feijóo sabe que se juega mucho en este primer envite.
Recurriendo al chantaje emocional o explícito, la ultraderecha no pretende que haya menos abortos ni más nacimientos -que tampoco es exactamente lo mismo- sino utilizar un tema controvertido (recordemos que la Ley del Aborto sigue recurrida por el PP ante el Constitucional), en el que se conjugan el derecho de las mujeres sobre su sexualidad y su propio cuerpo, las tensiones entre las visiones seculares y religiosas sobre el principio de la vida humana y la intervención del Estado en la vida privada de los ciudadanos, para poner en un brete a su socio de gobierno, consciente de que en sus filas no hay una postura unánime sobre este asunto, desbaratando sus planes de ofrecer un perfil moderado y centrista, y dejando claro quién marca -y marcará- la agenda política allá donde gobiernan -o gobiernen- juntos.
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