Turistas se fotografían ante la mezquita de Ortaköy y puente del Bósforo. Erdem Sahin

Paseo por Estambul, la ciudad de las mil caras

La cosmopolita urbe de Turquía ofrece tesoros antiguos y barrios alternativos de estilo hipster

Viernes, 13 de septiembre 2024, 07:21

Algo especial tiene Estambul que atrae las miradas y encandila las mentes. Tal vez sea ese aura mágica de lo oriental, una promesa de cuentos de Las mil y una noches. Lo cierto es que sus calles resultan hipnóticas, a pesar de los miles de turistas que las pasean y los millones de habitantes que las viven. Volver a la ciudad turca (más accesible que nunca gracias al vuelo directo que la conecta con Bilbao) asomada al Bósforo no implica repetición, tiene tanto por descubrir que parece imposible hacerlo en una sola visita. Quien regrese después de años comprobará cómo ha mudado de cara, muestra ahora un rostro mucho más europeizado de velos caídos y ropas menguantes. Varias décadas han precisado padres (ellos) para pasear el cochecito del niño; el mismo tiempo ha tardado en disminuir el acoso de los vendedores, no porque hayan desaparecido (siguen recordando ese pasado mercader entre dos corrientes de civilización, la mediterránea y la del mar Negro, la de Europa y la de Asia), sino porque ahora insisten algo menos al recién llegado e incluso marcan precios (pocos). Saben que la costumbre del regateo agota a los nada acostumbrados y cansa también que los precios se ajusten según la nacionalidad del que pregunta.

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Una pareja de turistas se da un respiro ante el Estrecho del Bósforo. I. López

De puertas para afuera al menos, ese paso adelante (no por considerarlo mejor, sino por corroborar la permuta), resulta obvio. De puertas para adentro cada cual sabrá... todos los hogares se parecen uno a otro, pero en realidad ninguno es el mismo. Cada quien funciona con sus propias reglas y estas líneas no van de estudios antropológicos ni sociológicos, solo de acercar una urbe bañada por aguas líquidas e históricas que dividen su mundo en dos, la zona europea y la zona asiática. Unidas a pesar de ello por una misma conciencia, varios servicios de ferri, un túnel subacuático para vehículos (Eurasia) y otro ferroviario submarino (Marmaray). Lazos no les faltan, ambas forman parte de un mismo esqueleto.

Una familia visita el Palacio Topkapi. I. López

Navegar sobre el mar de Mármara forma parte obligatoria del viaje. A bordo de cruceros turísticos o, como aconsejamos, tomando transbordadores públicos para ahorrar. Vas a necesitar dinero. El país intenta tomar aire ahogado por una inflación disparada que alcanzó un 80% durante el mes de junio, según la Cámara de Comercio de Estambul, así que los precios, especialmente los de los monumentos, tiran a matar. Calcula unos 42 euros de entrada al Palacio Topkapi, mejor reflejo de la época imperial; 20 a la Basílica cisterna, también conocida como el Palacio Sumergido; 25 a Santa Sofía, obra maestra del arte bizantino... espacios icónicos a los que entrar obligatoriamente si vas por primera vez o perderías buena parte del encanto. Por suerte, el resto de mezquitas son gratis, incluida la Mezquita Azul, y no habrá que gastar ni una lira turca por acceder al Gran Bazar o al Mercado de las Especias, por recorrer los distintos barrios y empaparse de vida. Si tu presupuesto es justito, comer no muy caro resulta viable siempre que busques bien (especialmente si sales de zona turística) o si te hinchas a kebabs. A la hora de moverse hay una opción asequible, el transporte público (incluye metro, tranvía, autobuses o barcos) y otra gratis, tus piernas. Combinando ambas conquistarás todo el terreno sin necesidad de mendigar al volver a casa. Dos consejos extra, sacar la Istanbulkart, tarjeta de transporte pensada para turistas, los viajes salen más barato; y si no pagas con tarjeta de crédito tus compras (aceptan en la mayoría de establecimientos), buscar una casa de cambio favorable para perder menos dinero en la transacción (dentro del Gran Bazar una que suele tener cola, imagina la causa).

El tranvía a su paso por la Avenida Istiklal. MURAD SEZER

Conocidos los pros y los contra, toca lanzarse a la aventura y disfrutar de un destino realmente disfrutable. Habrá imágenes de Estambul que permanezcan indelebles en la memoria. Las gaviotas volando en paralelo a los barcos, lanzándose en picado hacia los pedazos de pan que tiran los pasajeros, el cambio de perspectiva que supone verlo todo desde una cubierta. La fila de pescadores que cada noche invade el Puente Gálata con sus cañas y sus familias, pertrechados de sillas y mesitas en las que pasan las horas, como quien monta un picnic en el campo, pero en una de las zonas más concurridas de la urbe. La Plaza Sultanahmet, entre Santa Sofía y la Mezquita Azul, siempre llena, siempre emotiva porque en ella se siente el empeño del pasado, de la antigua Bizancio (así llamada hasta el año 330), de la vieja Constantinopla (hasta 1453), de la nueva Estambul, centro histórico de una ciudad declarada capital del Imperio Romano de Oriente y más tarde del Otomano, hasta que en 1923 se estableció la República y la capitalidad marchó a Ankara.

Santa Sofía con luna creciente. Sener Dagasan

Antes de conocerla convendrá recordar, para entender lo que aguarda, que Bizancio la fundaron los colonos griegos de Megara en la orilla europea, en el año 667, a lo largo de un golfo profundo, el Cuerno de Oro. Que los persas la barrieron en el siglo V antes de Cristo, y en el 479, antes de Cristo también, el espartano Pausanias empezó a trabajar para reconstruirla. Después llegaron los atenienses a los que echaron los espartanos, pero insistieron en volver y acabaron recuperando su dominio. En época de Alejandro Magno perteneció a los macedonios. Luego disfrutó de relativa independencia, hasta que los celtas impusieron tributo.

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Capital del Imperio Romano de Oriente fue construida sobre siete colinas, igual que la hermana Roma

Y amanecieron los romanos para reconocerla en el 191 a. C. ciudad libre, aunque cambiaron de idea y en el 100 a.C. se incorporó a la República. El emperador Septimio Severo decidió saquearla, crearla a imagen de otras colonias occidentales. Constantino I el Grande empezó a erigir la 'nueva Roma' en el 324, y fue en el 330 cuando acabaría consagrada Constantinopla, 'la ciudad de Constantino', convertida en capital del Imperio Romano de Oriente, del Imperio Bizantino. De ahí su construcción sobre siete colinas, igual que la hermana Roma. Razones para ser amada por todos: su posición estratégica entre Europa y Asia, el control sobre la ruta entre ambos continentes hacia el Mar Mediterráneo y el Mar Negro. Mientras su fama y dinero crecían, Roma se echaba a perder. Faltaban en esta larga lista de idas y venidas los turcos que la hicieron suya en 1453, cuando Mahomet II entraba a caballo en Santa Sofía, convirtiendo el edificio en mezquita. Los aires bizantinos cedieron a los otomanos, los rezos ortodoxos a los islámicos. Hasta que el 29 de octubre de 1923, Mustafa Kemal Atatürk estableció la República. De Atatürk, por cierto, vas a escuchar hablar mucho y vas a verlo casi omnipresente.

Un barco turístico pasa ante la Torre de Gálata. Artur Bogacki

Tal vez todo ese trajín explique que hoy día sufra la ciudad movimiento continuo. Grupos que siguen a guías inundan la parte antigua de Sultanahmet. Oleadas de personas forman mareas en Eminönü. Riadas de almas deambulan desde Beyoğlu hasta Karaköy, descienden arrastrados por la corriente entre tiendas, hasta la Torre de Gálata, donde las colas dan miedo (como si regalaran la entrada, y no, es carita). Otras suben cual salmones y truchas a contracorriente para alcanzar la Plaza Taksim. Lo mejor, una vez imitada la marabunta, es perderse entre las callejas aledañas para encontrar sus sorpresas, no las monumentales sino esas que dan carácter al día, pequeños comercios que venden láminas antiguas a buen precio, originales cafeterías donde tomar un té sin ruidos ni pisotones, artistas huidos del mercantilismo arrollador... y gatos, muchos gatos, felinos por doquier, dormidos, despiertos, maullando, ronroneando, tan ubicuos como el propio Atatürk.

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Tiendas de dulces en la Avenida Istiklal. I. López

En esa orilla de nuestro destino, algunos aconsejarán pasear por Kabatas (o usar transporte público) hasta el Palacio de Dolmabahçe y, más allá, hacia la Mezquita de Ortaköy. Como en todo, las prioridades las imponen gustos y tiempo disponible. Aquí nos inclinamos, cumplida la misión de sobrevivir a la masa, por partir desde Sultanahmet hacia la Mezquita de Beyazit, la Universidad de Estambul y la Mezquita Süleymaniye, no necesariamente atravesando una vía principal, sino dejándose sorprender por lo recobecos (por cierto, no lo habíamos contado, pero la Mezquita Azul fue construida durante el reinado del decimocuarto sultán otomano, Ahmet I, entre los años 1603 y 1617, y además de su innegable belleza, una de sus originalidades pasa por ser la única de Turquía con seis minaretes, igual que la de la Meca, lo que durante su construcción provocó cierta polémica).

Las casas de colores del barrio Fener son joyas preciadas para los buscadores de selfies. I. López

Aconsejamos, decíamos, reservar hueco para partir hacia los barrios de Fener y Balat, definidos por algunos como los hipsters por aquello del rollo vintage, alternativo e independiente. No sabemos si cumplen el trío de requisitos, pero su colorido y que el nivel de personal dispuesto a conquistarlos baja un poco, animan al encuentro. Las redes sociales y blogs han hecho mucho por ambos, aunque a veces también los han confundido y mezclado. No hay como publicar una foto bonita para que todo el mundo quiera hacerse la misma, con ansia enfermiza en ocasiones. Sorprende observar a los futuros fotógrafos y buscadores de selfies, Google Maps en mano para alcanzar la meta sin darse cuenta de que por el camino existen otras muchas joyas que a veces ni distinguen. Deambulan cual zombis con anteojeras imaginarias, sin mirar hacia sus laterales, pegada la nariz al móvil. Aviso a los más angustiados: alguna de las metas ya no brillan tan intensas como las esperan, el tiempo pasa y come el color de fachadas y escalinatas, la lluvia provoca el efecto lavadora y todo uso acarrea el desgaste. Tranquilidad, otras lucen igual de hermosas, partid sin miedo, pues. Eso sí, hace falta subir esa cuesta y bajar aquella pendiente para encontrar la instantánea, así que calzado cómodo.

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Los objetos salen a la calle en una tienda de anticuario en el barrio Balat. I. López

Aunque no lo parezca, Fener se distinguió antaño como barriada con posibles. Hasta allí trasladaron el Patriarcado Ortodoxo de Constantinopla, lo que produjo un efecto llamada para gran número de familias de origen griego. Balat, por su parte, crecía predominantemente judío, multitud de sinagogas poblaban el entorno. La decadencia alcanzó a ambos barrios, que ahora resurgen en parte y poco a poco por el empeño renovador de sus vecinos. Entre cucas cafeterías donde no faltan tonos rosas, azules y amarillos, verdes y anaranjados, arcoiris que impregna de alegría especialmente Fener. El arte se asoma al exterior, provoca miradas. También se asoman desde ventanas, o colgados de las fachadas, osos de peluche tan frecuentes como los gatos y Atatürk. Las tiendas de ropa captan atenciones, los restaurantes ofrecen platos que llevarse a la boca, los anticuarios otorgan la nota retro al conjunto. El ambiente dista del centro, hasta los imanes de recuerdo para la nevera llevan el nombre de la barriada, remarcan su especial idiosincrasia.

Las cafeterías de Balat otorgan notas de color a las calles. I. López

Quedarse en la zona baja supondría permanecer en el escaparate, subir significa tocar algo la realidad, situar la trastienda donde viven quienes habitan este entorno, dentro de las típicas casas de estilo arquitectónico otomano, algunas todavía de madera. Lo mismo sucede al acercarse a Balat, menos disfrazado, más de verdad. No nos referimos a un disfraz que engañe, la parte bonita lo es mucho porque quienes cohabitan en ella se han empecinado, por suerte, en que lo sea. Pero el atractivo de un lugar no se traduce solo en una cara maquillada, pasa por ver el rostro lavado cuando una pisa su casa con pijama puesto y rulos. Ver bien consiste en mirar, igual que entender lo que se oye requiere escuchar. En fin, que salirse un poco, solo un rato, del circuito turísticamente definido e ideal sirve para comprender un conjunto a veces caótico que también tiene su encanto.

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Mural en Kadıköy. I. López

Queda del viaje pasar a la orilla asiática, hemos hablado ya de ferris pero nadie ha desembarcado aún. En Üsküdar el encuentro saluda a las numerosas mezquitas que abarrotan este espacio desde donde admirar la Torre de la Doncella que ha servido de faro, defensa e incluso cuarto para cuarentenas. Baja después en autobús hasta Kadiköy, donde el bullicio asiático estalla en todo su esplendor. Allí el orden es otro, recuerda mucho más al del resto de Turquía. No es algo que se toque, pero cala, flota en el ambiente y arrastra como un tornado. Al otro lado del Bósforo hay jaleo (en el buen sentido), obvio, pero el jaleo de este lado bulle distinto. También aquí prevalece el tradicional estilo otomano, mezclado ahora con una atmósfera fresca ya que muchos jóvenes se han mudado a la zona. Si adoras el arte callejero, toca deambular como perdido, buscar solares en cuyos parkings han pintado obras muralísticas. Parte de los habituales, de los de allí, observarán tu avance con interés, no demasiado público persige la soledad de esta ruta artística, el cese del bullicio, la caza de fachadas repletas de color.

Vistas unas cuantas, habrá que regresar a la orilla europea, dejar allí que el sol se oculte. De noche Estambul es aún más mágica y perturbadora, recuerda por qué muchos pelearon para conquistarla. Desarma con sus encantos. Las luces ponen ribete a las mezquitas, dibujan las formas de sus siete colinas. El Mármara murmura nanas y mece a su bebé preferida para que la niña descanse feliz y despierte lozana. Bullanguera e incansable. Imperfectamente perfecta como siempre ha sido y será.

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