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Javier Gangoiti
Sábado, 25 de julio 2020, 00:36
Basta con darse una vuelta por la calle Atrás y dar los buenos días a un paisano: «Igual digo». En La Vega hace falta menos que nada para apreciar cierto sentido de pertenencia y encontrarse en familia. Esa concepción urbanita de las remotas villas ... pasiegas viene y va. Es verdad que esa especie de reclamo a lo retiro espiritual atrae a muchos de los hartos de playa, tortilla de patatas y aglomeraciones que llegan todos los años, pero es precisamente lo contrario, esa sensación de vuelta a casa, lo que los hace regresar el verano siguiente -si no se quedan para siempre-. Ese linaje olvidado está en el encuentro con un ganadero con ganas de hablar de la vida, ese mismo que descubre ascendencia pasiega en el dorso de la nariz, y se esfuma de repente en la sonrisa vergonzosa de una pasieguita que camina rumbo a casa, por el arcén de la carretera que sigue al cauce del río Yera, no tan lejos de la Estación Abandonada del Ferrocarril Santander-Mediterráneo.
La Vega de Pas fascina a cada vez más turistas con ese reclamo que es la vida ganadera, el aire puro y todo lo que no tiene que ver con pagar la OLA en Santander, Madrid, Barcelona o Edimburgo, que también los hay, e ir como pollo sin cabeza a todas partes. En la capital de las villas pasiegas saben sacar partido a este mercado ya desde hace más de 30 años, y por eso vienen adecuando muchas de sus hermosas cabañas con mucho atino. A partir de ahí, disfrutar no tiene truco. Consiste en hacer una buena ruta, comer bien y por la noche cobijarse entre esas paredes de piedra y tejados de lastra inconfundibles. Lo que sea por sumergirse durante una semana de julio en los paisajes y una pizca de esa vida de trashumancia que desde hace como mil años define a los pastores de La Vega.
Y lo cierto es que este modelo turístico ya tiene afianzado a su público para varios veranos. Las familias pasiegas, que para hacerse a la idea pueden llegar a poseer no dos sino hasta una docena de cabañas a lo largo del valle, se están enfocando de una forma cada vez más seria en este nicho de mercado. Apañan esas minúsculas ventanas y las hacen un poquito más amplias, acicalan, maquillan los desperfectos y se las arreglan para convertir lo que durante 200 años ha sido una cuadra en un hogar ideal para una familia, el perfil más habitual entre estos visitantes.
Lo demás viene rodado. «¿La gente que viene? Bien, muy bien. Educada, muy simpática, como si fuéramos vecinos. Sonrientes, muy agradables», iba soltando Gilberto Saimaza, uno de los cerca de 730 moradores censados en la villa al que le encanta pararse a hablar con «el vasco que vive ahí abajo» o «el americano de aquella otra casuca». Porque es falso y totalmente infundado ese trazo de brocha gorda con el que se llega a describir a la población. No existe un carácter huraño. Al contrario, el pasiego es hospitalario y le gusta hablar de lo suyo, sus vacas, el ganado, sus memorias... No es callado y le gusta compartir todo eso con los visitantes, igual que Pepín:
«-La vida antes era un poco dura, pero teníamos buena salud y lo aguantábamos todo.
-¿Con cuántos años empezó a trabajar como ganadero?
-¡Ya con cinco años! Me encantaba. Tenía unas vacas muy buenas y arregladas. Una vida dura para todos. Las mujeres parían y casi directamente volvían al 'prao' para seguir ayudando».
Como historiador, divulgador del patrimonio cultural de la villa pero, sobre todo, como pasiego, Javier Gómez Arroyo conoce bien la magnitud que está ganando el enfoque de las cabañas pasiegas como alojamientos, la oportunidad que suponen. «Pueden generar un turismo que además es limpio, sostenible, no sucio. Después de todo, el excursionista aquí sube con su botella de agua y baja con ella. La gente es muy respetuosa y disfruta mucho de este sitio», agradece.
De ahí su alegría al percatarse de los jóvenes que, poco a poco y manteniendo la esencia arquitectónica, se animan a restaurar sus cabañas y contribuir al músculo de La Vega. Visitas que, como todo el turismo rural, se han convertido en una alternativa fija para muchos viajeros tras la crisis sanitaria del covid-19. Contra el bicho, calidad de vida. Después de todo, «tenemos un pequeño museo, sí, pero lo que poseemos es un gran paisaje».
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