Un tesoro en la memoria de Pirineos
Canfranc (Huesca) ·
Canfranc (Huesca) ·
No se acordará de mí Cesar Coca, periodista en este medio que estás leyendo. Yo sí de él, porque fue mi profesor en clase de Periodismo, en una facultad de Leioa recién creada, y porque calificó con un 10 -creo que el único que he ... recibido en toda mi vida de estudiante- una pequeña redacción que llevaba por título 'Mi estación'. Han pasado desde aquello un buen puñado de años, pero en este transcurrir he revisitado repetidas veces aquella estación que sigo considerando como algo mío, la aragonesa de Canfranc, encerrada entre montañas en los Pirineos.
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No es un gesto único ese de visitar una estación de ferrocarril. Es algo que repito en cada destino de viaje porque en ellas se respira el pulso de la vida. En esas grandes estaciones, muchas de ellas llevan ese apellido de Estación Central, detenerse a mirar es un ejercicio que practico de modo recurrente. Ver a las gentes locales en su trajín cotidiano, descubrir las costumbres que se ejercen bajo el látigo de la prisa, encontrar modos de vestir y formas de comportarse en el ruidoso silencio del ajetreo humano es toda una manera de leer la misma sociedad en un rápido resumen. Para esto las estaciones ofrecen paisaje y paisanaje a vuelapluma.
Mi descubrimiento de la estación de Canfranc tenía otros matices, hace ahora muchos años. Era una estación en ruina, vacía, abandonada en el gigantesco escenario de un viaje sin continuidad al pie de un túnel sin salida. En Canfranc se detenía el ferrocarril camino de Francia, la línea cerrada, las estancias llenas de goteras, los papeles por el suelo -¡ay! aquellos papeles por el suelo-, armarios abiertos y muebles vandalizados.
Un tren terminaba allí su viaje y yo soñaba con el tránsito y me imaginaba mirando a la estación a través del cristal empañado por el frío de una tarde de lluvia y nieve. Así recuerdo mi escrito a máquina, que no he sido capaz de encontrar, con ese '10' pintado quizás en rojo.
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Aquellos papeles que yo vi en el suelo y ni siquiera toqué tenían los testimonios de un relato espeluznante que descubrió poco después un francés curioso. Jonathan Díaz pudo leer, escrito a mano en uno de los que había recogido entre los montones abandonados, «lingotes de oro», y supo después que aquel hilo le conduciría a una enredada madeja. Era solo un apunte del pago en oro que los alemanes hicieron a Franco a cambio del wolframio gallego para el blindaje de los tanques.
El ferrocarril de Canfranc había sido el camino y aquella mi estación el punto de intercambio, en los años cuarenta del siglo pasado de no pocas mercancías perversas. Más de 40 convoyes cruzaron, con destino a España y Portugal bajo control de los alemanes; en ellos 96 toneladas de oro, 12 para España, el resto para Portugal. Pasaron, expoliadas desde Europa, más piezas de valor: relojes, opio y obras de arte. Desde Canfranc viajaban a Madrid y Lisboa en camiones suizos, pero también más oro cruzó hacia el sur de la frontera pirenaica por los pasos de Hendaya y Port Bou.
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Todavía pueden verse restos de wolframio en las playas de vías del 'Canfranero' que ahora son un apacible parque abierto al público. La estación ha cambiado de cara pero no su alma: el emblemático y bellísimo edificio modernista, con 156 puertas y 424 ventanas, es ahora un lujosísimo y suntuoso hotel que mantiene los ambientes ferroviarios y la decoración que tuvo en su día.
Mi estación la inauguraron en 1928 Alfonso XIII, rey de España, y Gaston Doumergue, presidente de la República Francesa. Vio pasar los trenes hacia y desde Francia con interrupciones temporales hasta 1970, pero desde entonces ninguno más cruzó la frontera. Manteniendo su imagen y conservando su leyenda, la estación de Canfranc espera, entre pinedas y montañas de hermosura sublime, la reapertura del túnel fronterizo y el renacer de aquellos viajes para los que se creó.
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