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Observe el lector las fotos que ilustran este reportaje; no son espacios perdidos, inaccesibles para caminantes de fin de semana. Están a menos de tres horas de paseo (paseo, no marcha), por senderos cómodos sin demasiada pendiente. No hace falta pertrecharse como un himalayista, ni contratar los servicios de un guía para que te lleve una mochila que pesa toneladas: basta un buen calzado (aunque uno vio a una señora en sandalias, pero no parece prudente), unas mínimas dosis de sentido común y algo de ánimo. El premio es el paisaje.
El sector del parque nacional de Sant Maurici-Aigüestortes (Lleida), al que se accede por el valle de Boí, es una maravilla de la naturaleza que merece la pena recorrer al menos una vez en la vida. Los tesoros arquitectónicos de la comarca, las iglesias que le han dado fama mundial y reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad, completan un desplazamiento que sólo tiene de incómodo el tortuoso viaje desde la capital hasta el valle (dos horas y media para 150 kilómetros).
La forma lógica de acceder al parque es contratando los servicios de taxi que parten de Boí (13 euros), porque la alternativa es caminar desde alguno de los dos aparcamientos por la Senda de los Enamorados. Son 10 kilómetros más o menos exigentes en los que pasas cerca del estany (lago) de la Ratera y su cascada. Son espectaculares pero restan fuerzas a quien no va sobrado.
El plan propuesto es llegar al estany Long y a su vecino Redó por un camino que transita primero por las praderas cruzadas por los arroyos que dan nombre a este sector del parque. El sendero penetra pronto en el bosque y asciende ligeramente hasta alcanzar el estany Long que, como anticipa su nombre, es muy largo y está bordeado de pastos: es fácil toparse con rebaños de un centenar de reses con las patas metidas en el lago. La sensación de sosiego y paz, como las fotos, son extraordinarias.
Allí mismo encontrarás las balizas amarillas que te conducen al estany Redó (redondo), el punto culminante de un valle que cuelga sobre el Long, a la izquierda según caminas por la orilla. Es un trayecto de menos de una hora, más exigente que el que te ha llevado hasta la pradera, pero el premio merece el esfuerzo.
El camino asciende ahora de forma más evidente y se convierte en un surco; algunos tramos están salpicados de piedras pero no hay que rendirse, porque al final, a la sombra de un anfiteatro natural, aguarda este sugerente lago donde estarás solo. O casi solo. Bajo los árboles, sentado sobre la hierba, es el momento de las fotos y del bocadillo... y de pensar que la vuelta hasta el lugar donde te recogerá la furgoneta-taxi es todo bajada.
Y mientras desciendes, puedes empezar a planificar la visita a las iglesias del valle, únicas en el mundo por su arquitectura y por los frescos, aunque para ver los originales tendrás que viajar al Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona), donde fueron transportados para evitar su deterioro o su robo. Sólo a comienzos del siglo XX se descubrió el increíble valor de estos pequeños templos de torres como atalayas, tiempos tan remotos y en los que se daba tan poco valor al arte que el cura de Erill la Vall propuso a los visitantes, entre los que figuraba el arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalc (que proyectó entre otras las casas Amatller y de Les Punxes, ambas en Barcelona), venderles por unas pocas pesetas el grupo de esculturas del Descendimiento, que dormían para la eternidad en condiciones deplorables.
No las compraron y emprendieron la campaña para rescatar todo aquello que mereciera la pena y restaurar lo que estuviera a punto de derrumbarse. En total son nueve iglesias: Sant Climent y Santa María de Taüll, Sant Joan de Boí, Santa Eulàlia d'Erill la Vall, Sant Feliu de Barruera, la Nativitat de Durro, Santa María de Cardet, la Assumpció de Cóll y la ermita de Sant Quirc de Durro. No todas tienen el mismo valor pero se aconseja visitarlas; las distancias son mínimas, unos 15 minutos en coche.
En Erill la Vall, una de las más impactantes, está el museo que explica cómo y por qué la comarca tiene tal valor; en el templo se puede ver una réplica del grupo del Descendimiento, cuyas figuras de tamaño natural sobrecogen tanto como el sentimiento que transmiten. El más impresionante de todos los templos, sin embargo, está en Taüll, unos kilómetros más arriba de la aldea de Boí. Sant Climent destaca por su esbelta torre y por estar apartada del casco urbano –donde se encuentra Santa María–, por lo que no está rodeada de edificios, se puede apreciar en toda su belleza y la foto es perfecta.
En los últimos años, además, cuenta con el añadido de un mapeo (has visto los edificios de tu ciudad mapeados con figuras singulares gracias a la tecnología) que permite 'dibujar' sobre las paredes los antiguos frescos. Los pases, que tienen lugar a unas horas determinadas, se desarrollan a oscuras y el resultado es, sencillamente, conmovedor; esa impresión de que las nuevas tecnologías se dan la mano con las que empleaban aquellos genios modestos y anónimos en los oscuros siglos XI y XII resulta inolvidable. Si estos trabajaron a la mayor gloria de Dios, los mapeadores lo hacen a la mayor gloria de los pintores de la Edad Media. La iglesia de Boí –donde se encuentra el centro de información del Parque Nacional– es también una visita obligada. Construida junto un peñón en el que han colocado estatuas metálicas de ovejas, dispone de paneles que ayudan a comprender la arquitectura del valle y réplicas de los antiguos frescos; la técnica empleada para sacarlas de las paredes y transportarlas a los museos es también llamativa.
Y un destino más: al fondo del valle, de camino hacia la presa de Cavallers, se alza el balneario de Caldas de Boí, que dispone de dos hoteles (tres y cuatro estrellas) y un delicioso parque con fuentes, senderos y piscinas. Si no quieres o no puedes darte el gustazo de alojarte allí, bajo los muros rocosos casi verticales que flanquean el complejo, acomódate en la amplia terraza para tomarte un café o un refresco. Vale la pena pues, como decíamos al comienzo del texto, todo lo vale en el valle de Boí.
Por sus valores turísticos y la proximidad a la estación de esquí de Boí-Taüll, la comarca está llena de hoteles, casas rurales, apartamentos o campings, además del mencionado balneario, así que hay muchas opciones para descansar. Pero no dejaremos de resaltar aquí la calidad de sus restaurantes, en los que sirven cocina tradicional más o menos elaborada, con buen género y mejor mano en los fogones. Aquí van cuatro: Xoquin (Durro), perfecto para reponer fuerzas tras el paseo de 40 minutos hasta la ermita situada en un balcón fantástico sobre Barruera. El Mallador (Taüll), a un paso de Sant Climent, con una terraza sombreada bajo los árboles, vistas y un solomillo inolvidable. Y La Plaça y L'Aut , situados ambos en hoteles de Erill la Vall donde se ofrece un recetario tradicional de campanillas.
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