Sarastarri, a la espera de una lamia escondida
Aia de Ataun (Gipuzkoa) ·
Aia de Ataun (Gipuzkoa) ·
En aquella ocasión esperaba una sorpresa. No sabía qué podía encontrar y por eso me fui de víspera. Me quedé a dormir en el hayedo, a orillas del embalse de Lareo, cuando la primavera estaba llenando de flores el sotobosque y las hojas ya habían ... crecido en los árboles. El atardecer fue hermoso, ni una nube en el horizonte, la mancha de agua reflejando con la perfección de un espejo la simetría de las montañas que cierran el valle. Los colores del cielo se fueron marchando desde el rojo intenso hasta el violeta, antes de apagarse para dejar a las estrellas salpicar de puntitos el firmamento. Después la noche quedó muda hasta que interrumpió la lechuza, pero eso fue lo último que escuché, dormido hasta el amanecer.
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La escarcha mojaba al alba hierbas y flores. Tomé la senda en la orilla de Lareo y caminé un rato, esquivando, para no pisarlos, varios campos de narcisos que parecían mirarme sorprendidos. Iba emocionado por tanta belleza natural. El bosque me seguía acompañando, pero cada vez más encogido y escaso hasta casi quedar disuelto sobre las rocas de un árido lapiaz entre las que tiene serias dificultades para crecer.
Casi paso de largo el desvío. No había nada, salvo un pequeño hito de piedras, que me advirtiera del camino hacia el lugar legendario. Ahora que todo está marcado para los excursionistas con gps, provistos de modernos aparatos pero armados de conocimiento escaso de naturaleza es de agradecer la incertidumbre que uno encuentra en estos caminos poco pisados. Sí, la aventura aún es posible, confieso.
Tomé la traza, casi ni una senda, sin saber bien qué encontraría. Caminaba con sigilo, como para no despertar a nadie que durmiera, como para no turbar la paz de quien allá tuviera un hogar o un refugio. Unos cientos de metros más allá se reveló ante mí la boca de la cueva de Sarastarri; verticalmente alargada, con la anchura precisa para el paso de una persona, abierta en la caliza blanca con su forma peculiar, casi la de la silueta de una doncella de anchos hombros. Quizá es la figura de la Señora de Sarastarri que según una vieja leyenda venía a esta cueva a bañar sus pies en la laguna que se esconde en su interior.
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Crucé aquel umbral con cierto temor, la oscuridad reinaba al otro lado, bajando por una empinada rampa hacia el interior. Con el hilo de luz de mi linterna descubrí los brillos parpadeantes de la poza, callada, quieta como el silencio. Agradecí la lluvia de la primavera que había traído agua nueva a la laguna y, apagando mi luz, esperé, esperé, esperé un buen rato. No sucedió nada, no vi a la señora, no la sentí en la cueva, aunque quizá estaba allí, observándome desde un rincón. No nadé como hizo Joxe Miguel de Barandiaran para cruzar la laguna, alumbrado con una vela. Él tampoco encontró nada.
Se cuenta que a la cueva fue una vez un carbonero para coger agua, pero regresó asustado y de vacío. Repitió después el intento un compañero con el mismo resultado. Ellos sí vieron, según su relato, a una hermosa joven que peinaba sus cabellos en la orilla de la laguna. Dijeron que era Marimunduko, uno de esos seres de la familia de los gentiles que acostumbran a secuestrar a las personas y al ganado en las montañas. Por si la dama aparecía decidí no esperar mucho más; gocé un rato con las formaciones milenarias de las estalactitas y coladas calcáreas de variados colores que colgaban de las bóvedas y marché de nuevo entre narcisos y hayas de vuelta a la civilización.
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