Perretxikos en las praderas
Sierra Salvada ·
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Hay quien hasta puede percibir su aroma a distancia. Ese que algunos llaman oro blanco de nuestras montañas tiene una cita en el calendario. Es el perretxiko (Calocybe gambosa) y le toca aparecer enseguida, por San Jorge, que cae este año en martes y será ... de nuevo el 23 de abril. Digo que aparecerá si no lo ha hecho ya, cosa fácil en este clima alterado que trae las estaciones adelantadas y a destiempo.
Al perretxiko le llaman, precisamente por el momento de su brote, seta de San Jorge, o seta de Orduña, y es de las pocas setas que salen en esta estación. Echarse al campo a perretxiquear llama a poner en acción todos los sentidos. Por la Sierra Sálvada, por Gorbeia, Aizkorri o Aralar, por cualquiera de esos paisajes donde afloran las calizas. Un perretxiko no es nada sin su propio universo, sin la tierra donde crecen hierbas y brezos, nada sin la lluvia y el clima, casi nada sin el sustrato profundo que alimenta su micelio, sería muy poco si no hubiera quien nos ha descubierto que sirve para emocionar en la mesa.
Pero al perretxiko que llega a la boca se le hace imprescindible la evocación del paisaje que le da vida: los hayedos que despuntan su primer verdor anunciando el momento, la frescura de la mañana sentida al caminar en el crepúsculo, el silencio a falta del tintineo de las esquilas del ganado aún en el valle, el impresionante tapiz del suelo rico de matices y colores infinitos, salpicado por orquídeas aquí, algunas manzanillas allá, las margaritas siempre, espinos floridos provocando a la primavera, brisa con aromas de océano...
Estoy perretxiqueando en la sierra Salvada. Y emociona descubrirlo cuando despunta sus colores blanquecinos y cremosos en la pradera. Emociona cuando al cogerlo entre los dedos desprende su aroma intenso y peculiar. Emociona cuando ese fruto fresco y húmedo desplaza sus sabores a las papilas gustativas. Abro ahora los ojos y percibo el paisaje, escucho, miro, estoy entusiasmado.
Que los perretxiqueros tengan interiorizado el ritual de echarse a la boca la primera seta que cogen no es cualquier cosa. No sé si lo hacen pero debieran antes de eso poner en orden todos los receptores sensoriales: cerrar los ojos, escuchar el sonido del campo, husmear el ambiente, palpar esa seta que acaban de coger y, llenos de calma, experimentar luego su sabor profundo. Todos los sentidos en orden para un único concierto sensorial.
A la vista veo la seta, la flor del hongo, pero su alma está bajo tierra, escondida, misteriosamente expandida en millones de brazos que llaman micelio. Veo la seta si alumbra la pradera, no la veo cuando se esconde bajo el brezo y entonces tengo que adivinar, tengo que saber la trampa de la hierba oscura. Es una flor que sale una vez en todo el año. Escasa, efímera, de belleza temporal y transitoria.
Si fuese perro olería los perretxikos a distancia. Pero soy un humano con los sentidos atrofiados y solo cuando pego una seta blanca a mi nariz descubro el perretxiko. ¿Dulzón? Quizá. ¿Húmedo? Fresco, diría yo. ¿Profundo? Suave pero penetrante. Pura naturaleza.
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