![Paseo por las playas, pueblos y aldeas del País Vasco francés](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202205/18/media/20220516111727-1296x798.gif)
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Son 54 kilómetros de caminito por la costa hay entre la localidad vascofrancesa de Bidart y San Sebastián. Para quien se asome al océano en bicicleta, puede ser solo un día de viaje. Para quienes van a pie, el recorrido se divide en etapas muy ... asequibles incluso si no se tiene costumbre de caminar durante horas. Por ejemplo: la etapa Bidart-San Juan de Luz se hace en 13 kilómetros o, lo que es lo mismo, tres horitas y media. Y si se prefiere volver al punto de partida en la misma jornada en vez de seguir el sendero, siempre se puede uno subir a un autobús en el centro de San Juan de Luz y plantarse de vuelta en Bidart en unos minutos. Claro que lo mejor para descubrir este tramo del País Vasco francés será empezar por el principio.
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Y el princicio, en este caso, es Bidart. Ese lugar por el que muchos turistas vascos, incluso los que van habitualmente a la zona, pasan pero no paran. Sí, sí, todo el mundo ve los cartelitos que llevan al centro de la localidad y muchos bajan hasta alguna de su media docena de playas. Pero les cuesta más detenerse en el núcleo, y hay que decir que merece la pena la visita. En la plaza están el Ayuntamiento, la iglesia y el frontón –uno de los muchos que hay diseminados en la ciudad–; los edificios respetan el estilo arquitectónico tan característico de la zona, con las paredes blancas y las contraventanas de colores (los que marca la norma, no otros, que eso aquí es tema serio).
Los sábados hay mercado en la plaza, así que es un buen día para plantarse allí; siempre es seguro de verduras, quesos y embutidos locales o, al menos, de la mayor proximidad posible. Y para comer, en el mismo sitio, una buena opción es el albergue Koskenia, que presume también de producto de cercanía: la merluza de San Juan de Luz, la cerveza de Bayona, la ternera de Maule, la trucha y el vino de Saint Etienne de Baigorry...
Hay otro punto de Bidart que tiene mucho que ver con la comida típica... y con solera, por cierto. Porque el viejísimo molino de Bassilour, fuera del centro, tiene sobre una de sus puerta inscrito en número rojos el año de fundación: 1741. Dicen que nunca ha dejado de funcionar. Y sale la señora molinera a hacer una demostración de cómo el agua acciona las ruedas y estas mueven todo el ingenio para convertir el cereal en harina.
Toda la harina que se utiliza en esta panadería –y no es poca, que hacen galletas, pasteles vascos con la misma masa de las galletas y panes, entre otras cosas– la muelen ellos mismos. Al molino de Bassilour se llega a pie por una vía verde de Bidart, adecentada para poder hacerla también en bici. Es el camino que trascurre entre el estuario del río Uhabia y el Technopole Izarbel, pasando a lo largo de seis kilómetros cerca de la capilla Ur Onea y el camping Le Ruisseau.
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Como seis kilómetros no es mucho, bien se le pueden sumar los trece por los que transita el sendero costero. Con el estómago lleno, sea la hora que sea, hay que poner rumbo a la playa de Erretegia, cuyo entorno se está recuperando tras décadas de un turismo no muy sostenible que cambió el paisaje y se lo entregó a los coches y las caravanas. Ahora hay menos sitios para dejar los automóviles cerca del agua, lo que significa que es mejor para los andarines y para la fauna y la flora, de especial protección. Una pasada por la playa sirve para echarle un ojo a los restos de la caza de ballenas en la costa vasca, de la época en la que en el arenal se realizaba el despiece de los cetáceos y se montaban enormes hogueras para derretir su codiciada grasa.
El sendero de la costa se interna en un bosque sembrado de escaleras justo antes de llegar a la arena de Erretegia y de esta manera sube de nuevo para tener unas buenas vistas del mar. Es la constante de parte del camino. Siempre hay algún banco bien orientado para disfrutar de la estampa, que si el día está despejado permite hacer de geógrafo e ir señalando las puntas de tierra, los núcleos de población, las playas... y de paso las casas (o casonas, más bien) de los más afortunados, ahí justo en el extremo del acantilado. El camino pasa por capillas, monumentos, paneles informativos sobre todos esos montes que se ven de fondo, Getaria, alguna granja, más playas y hasta algún búnker de la Segunda Guerra Mundial antes de llegar a la punta de Santa Bárbara, ya en San Juan de Luz.
La playa más tranquila de toda la zona, en esa bahía protegida por espigones, permite hacer deportes acuáticos tranquilos, pero también es verdad que la otra razón que atrae a los turistas en cualquier época del año está en el interior, en la calle comercial. Hay muchos locales de artesanos, varios de ellos con una tradición de unas cuantas generaciones de la misma familia: gente que trabaja la piel para hacer bolsos, carteras y cinturones (Laffargue), el lino para mantelerías y alpargatas (Lartigue 1910), el cacao (Maison Pariès), el famoso macaron (el de Maison Adam fue aquella pastita que hace más de tres siglos conquistó a los asistentes a la boda de Luis XIV y María Teresa de Austria, motivo de orgullo de la localidad) y los derivados del cerdo Kintoa de Pierre Oteiza.
Fuera de la calle más transitada para las compras, hay rincones en los que encontrarse con la artesanía y la tradición, como el Atelier Manufactoum de la Rue du Midi, donde se puede ver al fondo del local el taller y a las diseñadoras trabajando la piel, y la lonja de pescadores de Comptoir de la Mer, donde adquirir conservas y sopas.
No es mala idea hacer coincidir la visita con algunas de las muchas citas culturales de primavera y verano de San Juan de Luz. El festival andaluz, por ejemplo, se celebra entre el 3 y el 6 de junio y llena la ciudad de espectáculos de música y de baile y las típicas casetas. El evento de Cuentos venecianos (18 y 19 del mismo mes) cambia el atuendo flamenco por el desfile de trajes venecianos –el sábado en plan nocturno en la plaza Luis XIV y el domingo a partir de las 10.00 horas de forma libre–.
Y para festejar por todo lo alto, el día de San Juan, que aquí se alarga del 24 al 26 de junio. En esta fiesta típica, los vecinos se visten de rojo y negro, los colores de la ciudad, y se dedican a disfrutar de los conciertos, las comidas callejeras, la pelota vasca, el toro de fuego y, por supuesto, hogueras para recibir al verano por todo lo alto.
Va a ser por playas. Un poquito más arriba en el mapa, se despliegan las de Anglet. No se llama La Pequeña California porque sí, sino por esas once playas que van de la arena fina a la piedra pulida por el océano en las que siempre hay alguien subido a una tabla. En la que se conoce como la de la Petite Chambre d'Amour –antes, VVF–, se distinguen las aberturas de los búnkeres en la roca de la Pointe Saint-Martin, justo sobre la playa. Y muy cerca, si se consigue abstraerse del enorme hotel edificado allí, las dunas fósiles. Pero si no interesa la historia, en ninguna de sus expresiones, siempre se puede ir de bar en restaurante por el paseo de la playa Des Sable d'Or. Hay 40 locales, como para no encontrar un par al gusto. Y si te desplazas entre el 4 y el 6 de junio, Anglet celebra un festival familiar en el que una treintena de compañías de teatro, danza, artes circenses y artes de calle actuarán en la playa de los Cavaliers.
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