Sí, yo soy de esos que van poniendo en una lista los sitios a los que, un día u otro, quisieran ir. Una lista que, por supuesto, es cada vez más larga, que se convierte en casi un sueño inalcanzable pero de la que poco ... a poco se tachan algunos renglones, aunque los hay que no se borran por el deseo de volver.
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Bethmale, el lago, es uno de estos últimos, un lugar que descubrí por casualidad, por ese afán de curiosear y descubrir qué hay al otro lado de un camino que no sabes a dónde lleva. La primera vez lo vi entre nieblas, cargado de magia, pero sin poder descubrir su dimensión. Era primavera y algunos jóvenes tendían sus cañas desde las orillas. No vi pescar a ninguno.
Regresé en otoño, en soledad, oliendo a humedad y hojarasca recién llovida. Su magia me volvió a atrapar y, ahora sí, pude pasear por todo su derredor, también adentrarme en su peninsulita y sentarme en esa prominencia de roca granítica agrietada que le da carácter, y en ese pie de haya forrado de musgos que parece puesto ahí para las hadas del bosque. Escuché el chap-chap de las ondulaciones del agua cristalina que de vez en cuando rompía el salto de alguna trucha o quizá una carpa para atrapar su comida volante.
Me lo prometí en invierno, vestido de blanco y aquella vez me acompañó la suerte. Porque llegué en una jornada oscura esperando que se cumpliera la previsión de fríos pirenaicos. Fue aquella, en efecto, una noche dura, escuchando la precipitación de lluvia constante, sintiendo el aire gélido penetrar por todas partes. Pero allá arriba amaneció como si una mano divina se hubiese ocupado de pintar el cuadro que había esperado: el bosque arrugado de nieve, el lago soportando su color verdoso sin dejarse manchar, nadie pisando huellas salvo un corzo atrevido a salir del hayedo y yo, temeroso de romper el encanto con mis pasos. Di de nuevo la vuelta de costumbre, asomando a cada uno de esos rincones que ya son como el nido acogedor al que te gusta volver. La laguna callaba, el silencio es siempre su mejor expresión, hablándose a sí misma.
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Bethmale, del que dicen es uno de los más bellos lagos de Francia, está lejos. Está en la comarca pirenaica francesa de Ariège, protegida en su Parque Natural Regional pirenaico y parece que se escondiera entre los bosques al pie del col de la Core.
Si alguien que lee estas líneas se decidiera a ir, busque entre los brillos de las aguas verdosas de la laguna una mirada transparente. Es la de la bruja del lago que tiñe la laguna con el color de sus vestidos desde que decidió arrojarse a sus aguas cuando era perseguida por los paisanos bethmaleses. Yo seguiré acudiendo a Bethmale para intentar reconocer su imagen, pendiente todavía en mi lista de lugares a los que volver.
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