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Isla o península, según la marea
Garraitz (Lekeitio) ·
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Garraitz (Lekeitio) ·
Lo de aislarse puede parecer inconveniente pero es muy saludable si se hace a propósito, si se busca, como la soledad. Aislarse te ayuda a encontrarte y a mirar hacia adentro, ayuda a hacerse preguntas sin ruido, enseña a estar en paz. Aislarse es posible ... en cualquier lugar: en tu casa, en tu habitación, en el metro, en el campo, en un bosque, pero donde mejor puede hacerse es sin duda en una isla de la que no se puede salir. Aislarse, de verdad, es posible y muy fácil en la isla de Garraitz, en Lekeitio. No inventamos nada nuevo porque ya practicaron ese aislamiento las seroras que custodiaron el primer templo, una ermita allí levantada en el siglo XV, o los monjes que sobre ella fundaron el convento de San Nicolás en 1617.
La isla de Garraitz permite aislarse porque es fácil llegar a ella paseando y subiendo una corta escalinata cuando la marea está baja y entonces es solo una península, en realidad un tómbolo. Luego, en la pleamar, es una isla verdadera y solo se puede escapar de ella nadando; y mejor si se sabe hacer bien porque las corrientes son traicioneras a sus pies.
La isla parece hacer flotar su hermosura de roca caliza ante la no menos hermosa villa de Leketitio. El río Lea se estrella contra ella pero un malecón de hormigón le obliga a marchar hacia el mar por uno de sus lados, en el costado de Levante y donde descansan las olas de la playa de Karraspio. A Poniente queda la otra playa de Lekeitio: Isuntza.
Irse a Garraitz a aislarse no es ninguna tontería. Es precioso y desafiante quedarse entre sus muros, acompañando la memoria de los enfermos que cuidaban los monjes del convento franciscano. Los marineros que contraían la lepra o la peste bubónica en sus singladuras eran aislados allí para no contagiar a sus vecinos. Fueron varios los episodios de peste en Lekeitio, «la dolencia del vientre» le decían, y el más mortífero, sucedido en 1578, mantuvo muchos días a toda la villa en cuarentena y llevó a la muerte a casi 1.300 personas. La isla fue entonces un refugio de confinamiento obligado.
Ahora aquello es un pequeño paraíso donde la historia está grabada en piedras. En un costado de Garraitz se sostienen algunos muros de la primera ermita de San Nicolás de Bari, al norte aguanta un recio muro fortificado que sirvió en el siglo XVIII para proteger la costa vizcaina de los piratas. Quedan además restos de un inacabado fuerte carlista y su polvorín. Pero del ataque que, en 1813, protagonizaron en la isla los soldados británicos de Wellington para expulsar a los franceses de Napoleón que en ella estaban acuartelados sólo queda un cañón escondido. Los de Wellington arrojaron al mar toda la artillería del fuerte y una de aquellas piezas al menos está hundida en el fondo del mar.
Sobreviven aún en Garraitz unos pocos pinos, también aislados los pobres. Son una reliquia moribunda de la plantación experimental que en 1909 trajo a Bizkaia los primeros pinos de especies foráneas.
En Garraitz aparecieron muchas monedas de hace siglos procedentes de Castilla, Portugal, Francia o Escocia que nadie sabe por qué fueron allí a parar. Por si acaso los arqueólogos siguen buscando, rascando entre las piedras para encontrar el mejor tesoro de la isla: su memoria.
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