Historias negras en un Turruncún arruinado
Arnedo (La Rioja) ·
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Las ruinas de Turruncún parecen querer hacer competencia visual a las afiladas agujas calizas de Peña Isasa. Cosa difícil por otro lado porque las primeras fueron pueblo habitado, y las segundas desafían a los vientos desde las alturas de la solitaria sierra de Préjano. Aunque ... todas ellas tienen en común los silencios de un mundo apartado de los bullicios urbanos.
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A Turruncún le pusieron ese nombre tan peculiar por el sonido que producían las piedras de una vieja leyenda. Cuentan que los primeros lugareños no sabían cómo llamar a su pueblo, así que decidieron reunirse en lo alto de Peña Isasa para pensarlo. Valió entonces más la opinión de una anciana: «Como diga la piedra». Así que lanzaron un pedrusco por el precipicio de la peña y escucharon 'turrún-turrún' y el eco resonaba 'cún-cún'. Y desde entonces se llamó Turruncún. Pero, barriendo para casa, el académico riojano miembro de Euskaltzaindia Merino Urrutia dijo que ese nombre tenía en realidad su origen en el término vasco «iturri» (fuente).
Ni de una cosa ni de la otra sabrían, ni les importaba, los mineros que llegaron a habitar este recóndito paraje. Turruncún, que fue un pueblo próspero, creció bajo la llamada a trabajar picando en las minas de carbón que desde el siglo XIX escarbaron las entrañas de Peña Isasa. Nuestra Señora del Pilar, Santa Nunilo y Alodia eran dos de sus tajos, a cielo abierto y en pequeñas galerías, de los que se sacó mineral y riqueza para Turruncún. Para aquellos cerca de trescientos vecinos las venas de mineral que se adentraban bajo tierra eran simplemente las puertas del infierno. Y lo fueron mucho más cuando un terremoto puso pueblo y minas a temblar el 18 de febrero de 1929, nada menos que en una escala de 5,1 grados, agrietando casas y edificios. Se dejó sentir en toda la Rioja Baja y Navarra, pero el epicentro estaba en este pueblo que pronto pasaría a ser un lugar maldito.
Para la maldición ya le venía cierta fama desde el siglo XIX. Lo sabemos si leemos aquel relato espeluznante del Diario Oficial de Avisos de Madrid protagonizado por doce malhechores asaltando la casa del juez: para obligar al dueño a que les entregase el dinero que tenía le cortaron una oreja; o el de aquel que apuñalaba a las cabras de su vecino y le quemaba las mieses recién segadas tras una disputa. ¡Qué miedo!
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Terminada la riqueza del carbón y atemorizadas sus gentes, la aldea fue vaciándose de vida poco a poco y, aunque se llegó a edificar una escuela en 1965, diez años más tarde el lugar se consideraba ya un despoblado.
La ruina se apoderó progresivamente de sus casas pero todavía destaca, en pie sobre aquel racimo de muros desgajados, la torre de la parroquial de Santa María. El retablo del XVII ya se lo llevaron para salvarlo al Museo Diocesano de La Rioja y el resto de piezas de valor se reparten por varias parroquias del entorno de Arnedo. Y de lo que hubo en las casas, de todo lo que se pudiera vender o quemar, se apropiaron los amigos de lo ajeno.
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No queda carbón, no queda nadie, queda sobrada soledad. Por eso no es extraño que a Turruncún peregrinen lo mismo exploradores de pueblos abandonados que buscadores de psicofonías y de fantasmas. Estos dicen que entre las ruinas se percibe aún el aliento de las almas que nunca quisieron abandonar sus moradas.
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