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Un castillo medieval sobre caracoles gigantes
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No, ellos seguramente no sabían que aquellas piedras eran tan viejas; tan viejas como cien millones de años o más. Pero eran buenas, compactas y ... sólidas para construir unos muros potentes. Y con ellas, piedra a piedra, levantaron aquel castillo en un balcón privilegiado. Mucho menos se les ocurría pensar en la edad de sus piedras cuando lo que intentaban era custodiar un pequeño territorio armados de flechas y espadas; ni siquiera se habían percatado -¿o quizá sí?- de que en ellas había caracoles gigantes petrificados, había plantas encerradas en la piedra y se dibujaban las sendas de lombrices gigantes. Tampoco sabían que un poco más lejos estas piedras viejas habían visto correr veloces a los dinosaurios.
Pero el castillo les quedó bonito -es de suponer- y recio para defender la posición o quizá solo vigilar el viejo camino hacia los altos de Urkiola. Emplazado casi en equilibrio sobre los abismos de la enrocada cima de Astxiki, el castillo enderezó sus muros al nivel de las vertiginosas laderas donde la caliza vertical no hacía la cima inaccesible. Tuvo su aljibe para almacenar agua pero nadie conoce demasiado bien cuántos soldados vigilaron los paisajes desde su cima encastillada, sí que comían carne de vaca. Tampoco se sabe por qué allá no quedó nada mientras las laderas de la montaña estaban salpicadas de armas que solo pudieron encontrar y rescatar siglos después los escaladores colgados de sus cuerdas: oxidadas puntas de flecha, espadas cortas y otras pequeñas armas de mano.
Desde la atalaya de Astxiki aquellos vigilantes, igual que los excursionistas que ahora subimos a mirar y admirar paisajes naturales, tenían cada día un soberbio amanecer, despuntando las primeras luces sobre el Udalatx y las nieblas que cubrían a menudo el valle del Ibaizabal; al anochecer el sol se marchaba detrás de Gorbeia, aquella montaña lejana, y entre tanto allí dominaba el silencio. Se rompía ¡ay! cuando algún intruso cruzaba aquellos linderos del Duranguesado que entonces aún era tierra separada de Bizkaia.
Las piedras del castillo de Astxiki se esconden ahora entre las hierbas de la cima. Los fósiles de moluscos que muchos millones de años atrás se depositaron en un profundo lecho marino aparecen por todas las rocas cimeras como testigos de un tiempo pasado. En derredor, otros torreones de calizas milenarias se alzan ante un horizonte inmenso en el que las cumbres de Alluitz, Untzilatx y Udalatx nos siguen recordando con su sublime prominencia que ante ellos han pasado siglos, gentes e historias, se han escrito episodios de amor y disputa, y siempre, siempre, las luces han dibujado fantasías sobre una realidad mezclada de verdes y grises.
Por eso subirse al Astxiki, sentar las posaderas en esas piedras antiguas y saberse heredero de la memoria de unos bichos petrificados y de un castillo arruinado es todo un ejercicio de sentimiento.
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