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Dices cueva y lo que se te viene a la cabeza es un zulo, poco más. Si te gusta la espeleología, te la imaginarás oscura, intrincada, un lugar por el que hay que arrastrarse o rapelar, en el que pasar las horas con la linterna ... buscando alguna formación natural. Si lo que te gusta es la prehistoria, más bien la verás como un enorme agujero en la roca, protegido de las inclemencias del tiempo pero no tan dentro de la montaña como para que no llegue la luz de fuera, porque quienes las habitaron no podían arriesgarse a perderse en sus vericuetos. Las cuevas de Sara, Urdax y Zugarramurdi son tres ejemplos diferentes, aunque en el imaginario colectivo estén ligadas a las brujas y los akelarres y parezca que se parecen. Pues nada de eso, la naturaleza es lo que tiene.
Webs www.turismodenavarra.es y www.grottesdesare.fr/es.
La caverna de Zugarramurdi es enorme, muy abierta, de varios pisos de altura y se ve el riachuelo que la atraviesa de parte a parte y se pierde en el bosque. Puede visitarse libremente, subiendo y bajando por su interior o paseando alrededor. En Urdax, en cambio, hay una puerta que se abre solo para las visitas guiadas, grupos no demasiado grandes para que nadie se agobie en ese espacio oscuro de túneles, escaleritas, estalactitas y estalagmitas que aprovechan cualquier rincón para crecer, lentamente, gota a gota, sin descanso; se oye fluir el agua del arroyo Urtxume por aquí y por allá, pero no siempre queda a la vista. Eso en la de Ikaburu, porque en la de Alkerdi permanecen los grabados elaborados por pintores prehistóricos... Y no pueden visitarse, claro, para garantizar su conservación.
Último modelo de cueva: la de Sara, que se parece un poco a la primera, al menos a simple vista. Es una galería con vistas, una especie de terraza en la fachada principal que aseguraba a sus habitantes luz natural. A la puerta sale el río y crea una lámina y algunas balsitas. Cuelgan plantas y árboles. Las gotas pueden llegar a convertirse en pequeñas cascadas que camuflan el espacio. Hacia dentro, las salas excavadas por miles de años de paso irrefrenable del río se sitúan a distintos niveles. No hay un rincón igual a otro, aunque las haya creado el mismo proceso.
Visitar Urdax (Urdazubi), Zugarramurdi y Sara no es solo un recorrido por los interiores de la tierra, sino también un paseo por exteriores. Las une un sendero que es parte de una ruta mucho más larga conocida como la senda del pottoka azul, el símbolo elegido para señalizarla. En total, todo el camino, son unas doce horas; unir Urdax, Sara y Zugarramurdi, en el orden que se quiera, son cuatro. Y es cómodo, sencillo. Es, de paso, un refuerzo para peatones: todo eso que hacemos en coche, puede hacerse a pie, y sirve para volver a tener la medida de muchas cosas.
Pero si se quiere ampliar el radio de acción y, después de adentrarse en las cuevas y corretear por los valles, ir un poco más allá, no está de más motorizarse. Así se puede disfrutar de la tranquilidad y la belleza de localidades como la propia Sara, Ainhoa, Espelette, Itxassou, Saint-Étienne-de-Baïgorry o Donibane Garazi (San Juan de Pie de Puerto/Saint Jean Pied-de-Port). Casitas blancas con contraventanas de colores, iglesias rodeadas de pequeños cementerios, varios palacetes y castillos, puentes de estilo romano, algún recinto amurallado...
Entre la primera y la última de estas localidades hay menos de una hora de carretera y muchísima historia. En Sara, aparte de las cuevas –casi media docena de las que solo es visitable una, Lezea, a unos minutos en coche del núcleo urbano–hay que entrar en la iglesia de San Martín. Impresiona su techo de madera, y también que allí esté enterrado el escritor Pedro de Aguerre, Axular (1556-1644). Fuera del templo, rodeándolo, el cementerio y los homenajes a soldados caídos en distintas guerras; y más allá, una calle principal que es Conjunto Monumental por la conservación de la arquitectura tradicional labortana.
Para calle principal, la que aguarda en la siguiente parada: Ainhoa. Colorines en las ventanas y las puertas, inscripciones en los dinteles, edificios de distintos tamaños a lo largo de una vía que fue pensada, desde el inicio en el siglo XIII, como lugar de paso para los peregrinos del Camino de Santiago. Y en Espelette, de donde es más que famosa la producción de pimientos –que cuelgan de las fachadas como abalorios, llenan todas las tiendas, y hay unas cuantas, y hasta inspiran piezas de joyería–, hay que pasear por las calles del centro, desde luego, pero no se puede olvidar uno de salirse un poco del cogollo. Así se baja la cuesta hacia el río, se pasa por el Castillo de los Varones de Espelette (el Ayuntamiento), se cruza el puente, se sube la cuesta y se llega a la iglesia de San Esteban. Ya de vuelta de esa visita, en la Oficina de Turismo y sala de exposiciones se puede curiosear sobre el mundo del pimiento.
En Itxassou, que tiene pasado minero, hay también un pequeño museo de acceso gratuito. Ocupa el espacio del antiguo hotel Artzamendi y allí se puede saber algo más de la vida en el valle: los oficios, los productos, las tradiciones, la lengua, los senderos. Hay paneles pero está pensado también para escuchar, tocar y oler. Y para oler más y mejor y para probar, solo hay que ir hasta el fondo de la primera planta y escoger alguna de las muchas viandas que tienen en la panadería.
Hay que desviarse un poco de la ruta hacia Donibane Garazi para entrar en Saint-Étienne-de-Baïgorry; siguiendo el río hay un buen paseo desde la parte central hasta la iglesia de San Esteban, que parece un castillo. Por el camino se ve sobre una pradera el castillo de Etxauz y se cruza el Nive por un puente romano. La última parada es San Juan de Pie de Puerto, con su casco amurallado, la gran cuesta empedrada por la que pasan los peregrinos mirando fachadas con escudos y buscando albergue y la ciudadela de Mendiguren arriba del todo, vigilando todavía hoy el descanso de los habitantes.
Para llegar hasta ella, se puede uno subir a la muralla, y observar los tejados y las huertas intramuros u otear extramuros. Un montón de escaleras y alguna cuesta después, las vistas del valle, sobre todo si el día está despejado y se pueden ver las primeras estribaciones del Pirineo al fondo, son el mejor premio.
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