elena sierra
Jueves, 1 de marzo 2018
Pasear por Poza de la Sal equivale a hacerle una llamadita a la nostalgia, incluso de lo que no se vivió, que ese sí que es un sentimiento bien extraño. Y es que las callecitas empedradas, estrechas y empinadas están llenas de casonas que parecen ... ser muy altas comparadas con las que se pueden encontrar en otros núcleos tan antiguos como este, y muchas de ellas hace tiempo que dejaron de estar habitadas. Todo en Poza de la Sal habla de épocas mejores, más ricas, de gente pululando por sus calles (llegó a haber más de 3.000 vecinos y ahora no llegan a 300), de comercio, de construcciones pensadas para albergar a muchas personas en un espacio encorsetado por la muralla; es una historia de cruce de caminos, de antiguas calzadas por las que traer y llevar materias de todo tipo, de trabajo, de lugar mimado por la naturaleza que todavía hoy recibe el nombre de Balcón de la Bureba.
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Pero ahora hay días en los que el paseo por el recinto amurallado se hace prácticamente a solas, de callecita en callecita siguiendo el itinerario marcado por la vida del naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, que nació aquí. O pasando de él y dedicándose solo a admirar esos edificios tan altos y tan apiñados, tan distintos entre sí y respecto a los de otros pueblos cercanos. Por muchas razones. Porque la altura hace que se mezclen materiales como el adobe, las vigas de madera, los encalados en yeso y hasta los ladrillos. Y porque están levantados sobre un terreno muy desigual y en pendiente. Aquí, el que construía su casa lo hacía sobre la roca, sin cimientos; una casa se apoyaba en la otra y así hasta el final de la calle, algo que puede reconocerse, sin ser experto en nada, en la Puerta de la Fuente Vieja de la muralla, en el exterior de muchas viviendas y en el interior de la Casa de Administración de las Reales Salinas.
He aquí el motor de la economía de Poza de la Sal durante siglos, las salinas. Después de recorrer la zona amurallada y toparse con la iglesia de santos Cosme y Damián, de portada barroca, hay que dirigirse hacia la zona que se llama de Fuente Buena, el rincón del agua. Lavaderos, fuentes, canales, abrevaderos, el agua rebosa por todas partes. Y de allí comenzar a subir hacia las salinas, adentrándose ya en la naturaleza. Explotadas desde antes de la época romana, fueron la razón de la importancia de Poza –eran las principales del norte de la Península junto con las alavesas de Añana–. Había muchas piscinas, muchos depósitos, muchas pozas de salmuera... Y la zona está pensada para que los visitantes se hagan buena idea de lo que fue.
Si se sigue la senda, y se sigue subiendo, en algún momento el camino lleva hasta la razón de la existencia de esta riqueza. Es el diapiro, que geológicamente tiene su aquel y habla de tiempos remotísimos, pero del que hay que quedarse con esto: es el fenómeno geológico que provocó la formación en el subsuelo del yacimiento salino. Y es perfecto para las fotos, tanto para hacérselas –sus pliegues, los colores– como para hacerlas desde esa altura, entre el valle y el páramo.
La vuelta al núcleo urbano puede hacerse rodeando el diapiro y acercándose al castillo de los Rojas. Este caminito es bastante más sencillo, aunque más largo, que el que sube directamente de frente por la ladera. Los que lo construyeron sabían muy bien lo que hacían, porque ahí como está encaramado en el macizo rocoso es todavía garantía de buenas vistas y difícil acceso. Baste decir que los escalones están tallados en la roca y hay que ir, todavía hoy, con cuidado.
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Dónde está. A 86 kilómetros de Vitoria y a 130 de Bilbao.
Visitas guiadas. La Oficina de Turismo (Plaza de la Villa, 2) abre, en esta época del año, los sábados y los domingos de 10.30 a 14.30 y de 16.00 a 20.00 horas.
Para comer. El bar Orejas (Plaza Nueva, 9) tiene pintxos variados –incluido el que le da nombre– y en Casa Martín (Calle la Calzada, s/n) sirven cordero asado, chuletillas de lechazo, morcilla y chorizo y postres caseros, como el flan y el arroz con leche.
Web. www.pozadelasal.es
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