![Tres destinos esenciales para acercarse a Cantabria](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201903/12/media/cortadas/MF0KBT41b-kR8B-U708908624614eH-624x385@El%20Correo.jpg)
![Tres destinos esenciales para acercarse a Cantabria](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201903/12/media/cortadas/MF0KBT41b-kR8B-U708908624614eH-624x385@El%20Correo.jpg)
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Jueves, 14 de marzo 2019, 16:04
erlantz gude
Arnuero es mucho más que Isla, y el municipio no se acaba en verano. Incluso en esos días anodinos sin sol que irrumpen en plena época estival el revalorizado patrimonio cultural ofrece sorprendentes visitas, planificadas de tal forma que también diviertan a los peques. Todo un mundo por descubrir. Se puede atravesar cabo Quejo con destino a la playa de La Arena, un espectáculo visual. La belleza de los acantilados es subyugante de principio a fin, y afinando la vista se disfruta desde puntos estratégicos de la avifauna local. Es el Ecoparque de Trasmiera, un museo a cielo abierto que acumula distinciones internacionales y en cuyos cuatros pueblos se desgrana cómo se fraguó la historia local.
El casco histórico de Isla, a unos cinco minutos en coche de Quejo, el barrio de las playas, brinda un apacible itinerario. Por sus monumentos, la iglesia y el palacio de los condes de Isla, cerrado a las visitas, pero imprescindible en el lienzo; por las vistas del entorno, con las torres defensivas diseminadas por el paisaje; y por sus negocios hosteleros. Merece la pena poner aquí el acento, porque el casco se ha erigido en punto de encuentro y alternativa a Quejo. Aunque la carta en el litoral también es exquisita, y la langosta que crían en los viveros del Astuy o el hotel Alfar, la gran abanderada.
Entre Isla y Soano, se asienta el molino de Santa Olaja, al que se llega después de atravesar una senda boscosa y la pasarela que salva la marisma de Joyel, conociendo en paneles la flora y fauna del ecosistema. Recrea el funcionamiento de un ingenio clave siglos atrás en la subsistencia local. Es una visita amena, con un vídeo didáctico, en el que, además de los pormenores de la molienda, el guía nos relata divertidos cotilleos del que fue un edificio central para los vecinos de Arnuero. En la pequeña Soano se levanta la Casa de las Mareas, observatorio de la marisma, que permite seguir conociendo este hábitat. Funciona como centro de recepción de visitantes del ecoparque y acoge jornadas, congresos y el certamen de música de cámara, además de servir de apoyo a emprendedores ligados al ecoturismo.
Y de quienes contribuirán a sustentar el pueblo en un futuro pasamos a conocer en Castillo cómo se las arreglaban sus ancestros para salir adelante, en el centro de tradiciones Salvador Hedilla, el primer piloto que conectó por aire Barcelona y Mallorca, y cuyo busto junto a la carretera, con la vista fija en ese cielo que siempre anheló, resulta familiar a los miles de veraneantes que llegan a Isla y Noja.
En la localidad de Arnuero, eje del municipio, encontramos la iglesia de la Asunción. Merece la pena asomarse a ver su retablo. En el anexo observatorio del arte se reivindica, con el maestro mayor de obras de las catedrales de Palencia y Oviedo Bartolomé de Solórzano de cicerone, a los canteros, campaneros o retablistas trasmeranos que dejaron huella en templos y otras construcciones de la Península y Latinoamérica. Para rematar el recorrido, nos sumergimos en el manto de encinas del monte Cincho. Tras un fácil ascenso, aparece en la cima una torre cilíndrica. Es toda una revelación. Desde su mirador vemos extenderse el Cantábrico y cadenas de montañas próximas al litoral. Y, por encima de todo, una panorámica que permite constatar que las playas de Arnuero son solo un pedazo de su belleza.
elena sierra
Hay una senda peatonal y ciclable que une Suances –la playa– y Corrales de Buelna –el valle en el que ya se empieza a intuir la subida hacia la Meseta– y que pasa, claro, por Torrelavega, ciudad industrial donde las haya en la comunidad cántabra. Desde el olor a mar al de los bosques, pasando por el de los efluvios de las grandes fábricas que aún sostienen la economía del entorno, el paseo está salpicado de historia, de luchas laborales, de reconversión y de batallas vecinales para recuperar un espacio tan degradado en algún punto que los habitantes sintieron que tenían que decir basta y poner manos a la obra para volver a hacerlo suyo.
Apenas hay desnivel en el recorrido, que va pegado al curso del río (primero el Saja y luego el Besaya) durante una veintena de kilómetros y pasa por varias localidades, así que es un camino sencillo, que requiere poco esfuerzo, pero que da la oportunidad de entrar y salir de distintos periodos históricos en unas horitas de nada. O en menos: a buen paso, un paseo de hora y media que une Cartes, encaminado hacia la montaña, y al otro, hacia la costa, el entramado de la empresa Solvay –Barreda y Polanco–. Del siglo XV, con sus coquetas casitas con escudos, al siglo XX más obrero, con un barrio diseñado para que la mano de obra y sus familias estuvieran cerca del tajo.
En Cartes, el puente de Santiago se remonta a 1752 y fue parte del Camino Real que tenía como misión facilitar el comercio entre la Meseta y la costa. En su día fue considerado la obra de ingeniería más importante de toda la ruta, y aunque ha cambiado mucho con los años, sigue haciendo su función. En este punto de la senda merece la pena salir del camino y atravesar el pueblo por la calle principal: es un escenario de cuento, adoquinado, al que se accede bajo el portalón de una casa torre, con casonas con flores en las ventanas y fachadas con escudos y algún bar que presume de historia centenaria. Es pequeño, pero este núcleo fue declarado bien de interés cultural, en la modalidad de Conjunto Histórico, por conservar edificaciones de los siglos XV, XVII y XVIII.
En las inmediaciones, en las minas de Mercadal, nació la novela 'Marianela' de Pérez Galdós, un clásico de la literatura sobre las condiciones de vida de los mineros y sus familiares. Por allí están los restos de un cargadero de mineral y las referencias a la reforestación de la zona son constantes. Los niños y niñas del entorno celebran por aquí sus días del árbol y plantan especies autóctonas, y les cuelgan cartelitos en los que piden respeto para estos retoños que tardarán un tiempo en dejar el espacio tal y como fue antes de que lo devorara la industralización –gracias a la cual Torrelavega creció tanto que a finales del XIX recibió el título de ciudad–. Para darse un garbeo por otro escenario de cuento, y este ligado totalmente a ese periodo de crecimiento, hay que pasar Torrelavega y Barreda, siempre por la senda junto al río. No tiene pérdida.
En dirección a Polanco se llega a la Solvay y, si se abandona el camino y se sube hasta la planta, se accede a Barrio Obrero. Así lo llaman. Es el conjunto de villas para los directivos, casino, escuela, dispensario, cooperativa, campo de fútbol y edificios para alojamiento de obreros que se construyó a comienzos del siglo XX para acoger 'a la tropa' –llegaron a ser 2.000 familias, casi nada– justo al lado del lugar de trabajo. Son bonitos, al estilo belga, y no se olvidaron los jardines, ni los colorines en las fachadas. El casino es hoy restaurante, así que se puede entrar y contemplar los techos altos, los ventanales y la decoración de alguna de las salas, muy art decó. Se puede pasear por las callecitas que van de los chalets reconvertidos en varias viviendas a los bloques de los trabajadores de a pie y pensar en aquella Revolución Industrial, cuando el progreso contemplaba la mejora de las condiciones de vida de la mano de obra –por muy paternalista que fuera la visión del dueño–.
Julio arrieta
Comillas es como es gracias a Antonio López y López y a la moda de los baños de ola de finales del siglo XIX. Hijo de una pescadera viuda, don Antonio emigró a Cuba, donde se dedicó al comercio. Al volver enriquecido redondeó su fortuna casándose con una joven rica de Barcelona. El dinero le permitió ejercer el mecenazgo en su localidad natal, además de prestar fondos al gobierno. Este servicio le valió el título de marqués otorgado por el joven Alfonso XII, que pasó el verano de 1881 en Comillas, disparando el gusto por la villa entre la aristocracia y la burguesía más o menos alta, que se dedicó a edificar en ella palacetes y quintas de recreo. Para visitar la villa lo primero es plantarse en la Oficina de Turismo y elegir entre las cuatro rutas que ofrece: Comillas monumental, modernista, ruta del cine y en coche.
Comillas es un lugar que invita al callejeo: a la vuelta de cualquier esquina aparece una casona, un palacio o espacios abiertos como el Corro San Pedro o el Corro Campíos, junto a la notable iglesia de San Cristóbal. Al lado del Ayuntamiento está la Fuente de los tres caños, obra de Lluis Doménech i Montaner, quizá el arquitecto modernista que más obra tiene en Comillas. Al visitante le sonará porque proyectó el Palau de la Música de Barcelona. Muy cerca está la Casa Ocejo, adquirida por Antonio López y López y en la que veraneó Alfonso XII, para lo que fue acondicionada por arquitectos de prestigio.
Pero casi todo el mundo empieza por El Capricho, de Antonio Gaudí. Es la visita obligada en Comillas. Obra de juventud del arquitecto, este chalet fue proyectado en 1883 por encargo de Máximo Díaz de Quijano, cuya hermana era cuñada de Antonio López y que al igual que éste era un indiano que regresó de América con las arcas bien nutridas. El edificio es una extravagancia entre oriental y mudéjar con algún toque medievalizante. Una curiosidad: las baldosas que recubren parte del exterior miden 15 por 15 centímetros, medida que Gaudí utilizó como unidad genérica de producción.
Aunque está al lado, tras una valla, hay que dar un pequeño rodeo para llegar al conjunto que forman el palacio de Sobrellano y la capilla panteón de los marqueses de Comillas. El templo fue el primer edificio modernista que se construyó en la villa. Descrito en las guías como una catedral en miniatura, fue proyectado por Joan Martorell y Gaudí se encargó de parte del mobiliario. Junto a la capilla está el palacio de Sobrellano, cuya construcción arrancó en 1881 por encargo del marqués, que sin embargo no lo vio terminado porque murió dos años después. Algunos visitantes le ven cierto aire veneciano, mientras que otros se lo aprecian inglés. Aciertan todos. El arquitecto Joan Martorell jugó con elementos de las arquitecturas medievales de ambos países. Merece la pena recorrer sus dependencias con llamativas vidrieras, artesonados y chimeneas.
Desde los jardines del palacio se ve enfrente el enorme edificio de la que hasta 1968 fue la Universidad Pontificia. Fundada como seminario bajo patrocinio del primer marqués, comenzó a construirse en 1883 con el apoyo de su hijo. Es notable la Puerta de las Virtudes, de Doménech i Montaner, cuya firma se aprecia en la base de una de sus hojas.
El recorrido por la Comillas modernista alcanza su punto inquietante al llegar al cementerio, en una colina frente al mar. Lluis Doménech lo diseñó en 1893 por encargo del Ayuntamiento a partir de los restos de una iglesia gótica, a los que añadió una portada monumental y el muro que rodea el recinto, adornado con pináculos. Sobre las ruinas se alza una estatua del Ángel Exterminador, de Josep Llimona. Verla y sentir que no somos nada es todo uno. ¡Y por la noche está iluminada!
Desde el cementerio es buena idea subir hasta el monumento al marqués de Comillas y admirar el paisaje marino desde el parque que preside. Detrás, otra casa notable, la del Duque, de finales del XIX y de estilo inglés. Desde aquí se puede bajar hasta la playa y el puerto, que parece de juguete. Comillas fue el último puerto ballenero de Cantabria, construido en el siglo XVII después de varios tiras y aflojas con la vecina San Vicente de la Barquera y estuvo fortificado y artillado. Dos de los cañones apuntan al horizonte como adorno.
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