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ENRIQUE MUNÁRRIZ
Jueves, 2 de mayo 2019, 15:52
Hay que dejar atrás Cabezón de la Sal y encaminarse por la carretera dirección a Comillas con el ánimo de los pioneros de finales del siglo XIX. Entre la magnanimidad del Cantábrico y los rugosos Picos de Europa, el Monte Cabezón cobija un ejército de ... secuoyas de primera generación que el Nuevo Mundo remitió como secreto de vida. En tan solo 2,5 hectáreas, el tamaño de tres campos de fútbol, la naturaleza se muestra virgen, inhóspita y seductora y permite saciar el afán aventurero que todos llevamos dentro. Haría falta un volumen considerable para describir toda la belleza y el simbolismo esotérico que encierra esta auténtica maravilla natural.
El monte que lo circunda, lo aísla y lo protege tiene una extensión que haría palidecer a cualquier senderista. Su longevidad y carácter colosal les otorgan una personalidad única en este recóndito paraíso en el que conviven 848 ejemplares. Las mejores épocas para visitarlo son primavera y otoño, cuando las temperaturas son templadas, apenas hay gente y el paisaje muestra sus colores más preciados.
Con las primeras luces de la mañana se tiene el primer contacto con las secuoyas, estos árboles milenarios de tronco rojo que sobreviven gracias a profundos ambientes húmedos con inviernos templados. Hay que abrazar alguno de ellos, tarea casi imposible por sus colosales dimensiones, notar su corteza rugosa pero suave y descubrirse minúsculo a sus pies. El amante de la belleza gozará con el impacto emocional de sus formas inigualables y ese cortejo indescriptible que se produce entre la luz y la naturaleza.
Más tarde vendrá la lección de historia, aún repleta de secretos. Estos ejemplares se plantaron durante el franquismo, en la década de los 40, por su rapidez de crecimiento para proporcionar madera a la industria del lugar, pero cuando se podían talar ya no interesaba su madera y se dejaron allí plantados. De manera esquiva, se reprodujeron en silencio lanzando piñas al suelo con un margen de veinte años hasta la evaporación del embrión.
Llegar al atardecer es un plus. El sol se oculta detrás de las copas de los árboles casi octogenarios y densidad de los ejemplares de más de 36 metros de altitud dejan el valle envuelto a sus umbríos dominios, manteniendo una sagrada liturgia en las visitas. Sobrecoge del impacto de encontrarse con los representantes del ser vivo más voluminoso de la tierra. Quien no se haya sentido un pequeño gnomo delante de una de ellas, que apunte ésta como una de las cosas que aún le quedan por hacer antes de morirse. En sus alrededores se erigen dos centenares de pinos radiatas, eucaliptos, cipreses y abetos, rindiendo pleitesía a dos secuoyas.
Pero al visitante, en general, le basta con embobarse contemplando las inacabables columnatas de madera, las escaleras que bajan hasta los lomos del bosque, todas en madera para no romper el equilibrio, la simetría de las formas o las imponentes dimensiones del conjunto. Es un espacio de paseo, un lugar diferente, pero también todo un homenaje al pasado, al referente histórico de la actividad forestal como actividad de importancia en este territorio. Una caminata de apenas media hora adentra al espectador en un abigarrado bosque. Bajo esa cúpula natural altísima y perenne, se ha instalado un sendero fácilmente reconocible, cómodo, con algunas protecciones y varias zonas de descanso con bancos de madera, que permiten recorrer de arriba a abajo una pendiente importante, que impide el trayecto en bici, y dejarse seducir por una zona donde ya se han colado otras especies como cajigas, castaños o majuelos.
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