La Cola de Caballo es uno de los reclamos del Parque Nacional, fundado en 1918 y arrimado a la frontera de Francia. S. García
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En busca de un caballo de espuma

Valle de Ordesa (Huesca) ·

Ordesa es un tesoro excavado en la piedra entre saltos de agua, que muda la piel al llegar el otoño

Jueves, 19 de octubre 2023, 18:14

Hay un cupo máximo de 1.800 personas al día, pero en otoño no se alcanza casi nunca, lo que no deja de sorprender cuando uno advierte la paleta de colores que se extiende por el valle y que cuelga prendida de las laderas. Ordesa ... es un regalo para los sentidos, el primero la vista, desbordada por la sucesión de torrentes cristalinos y cascabeleros, los bosques frondosos que mudan del verde a una gama de ocres que van del amarillo al rojo, la tupida red de senderos y una fauna que hace palpitar cada rincón del parque, con visiones fugaces y fantasmagóricas. Los rebecos esquivos que se camuflan entre las rocas, las marmotas que asoman de las madrigueras como indios que buscaran un rastro en el viento, los corzos a los que el amanecer sorprende ramoneando los brotes tiernos. También los quebrantahuesos, esa rareza ibérica que emprende sus bailes nupciales en noviembre y cría a sus polluelos a partir de enero, al abrigo de las nieves.

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Al detalle

  • Distancia de Bilbao a Torla: 324 km por la A-21 (Vitoria-Pamplona-Jaca).Para reservas en el refugio de Góriz, llamar al 974 341 201 o escribir a goriz@goriz.es

A Ordesa se llega desde Torla, un pequeño pueblo cuajado de cuestas, de tejados de pizarra, sillares cubiertos de líquenes y chimeneas espantabrujas a las que el viento arranca silbidos. Allí se toma el autobús que permite salvar los primeros repechos que se suceden después de cruzar el puente de los Navarros sobre el río Ara. Una vez arriba comienza la travesía, un circuito de 18 kilómetros, con salida y llegada en la Pradera. En medio, el Paraíso. La dificultad es moderada, entre bosques de hayas que a estas alturas del año han sembrado de hojas la pista de tierra y de sauces asomados al río Arazas, que salta de terraza en terraza y se precipita en cascadas. Es la banda sonora del parque, esa y el canto de las chovas, que estalla como disparos en las copas de los árboles.

La ruta discurre por el GR11, el itinerario transpirenaico que conecta el Cantábrico con el Mediterráneo a través de 800 kilómetros. Lo hace encajado de un lado por acantilados de roca como Cotatuero, un muro inexpugnable salpicado de ibones en la cima, en línea con Gavarnie y la Brecha de Roland al otro lado de la frontera; de otro por las Gradas de Soaso, que se nutre de todos los arroyos que se deslizan montaña abajo.

Superada la cuesta, el camino se abre al Circo de Soaso desde una llanura de vegetación rala que cruza una senda de piedra, con rebaños de vacas desperdigados aquí y allá en un terreno encharcado como de turbera. El silencio adquiere aquí casi una presencia física y el paisaje es tan abrumador que uno no tarda en tomar conciencia de su propia pequeñez. Las paredes de roca se elevan al cielo como paredones y alcanzan su cénit a menudo envueltas en la niebla, con el Monte Perdido, el Cilindro de Marmoré y el Soum de Ramond como supremos custodios que vigilan el valle desde sus más de 3.000 metros de altitud.

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Al fondo y cerrando el cañón, un recodo de la montaña oculta a la vista uno de los grandes reclamos de la ruta, la Cola de Caballo, una cascada que se nutre de las llanuras desoladas del Pirineo y que se desparrama entre una nube de vapor de agua y espuma. Hay dos opciones en ese punto. La primera tiene por destino el refugio de Góriz (hace falta reserva) y es para los caminantes más animosos; prolonga la travesía hasta los 25 kilómetros y discurre bien por una escarpadura cosida con clavijas -sólo para iniciados que toleren el vértigo- o por un camino en zig-zag, abierto entre canchales y pedrizas. Tiene su público, entre otras cosas porque Góriz es la antesala del Monte Perdido, del que le separan tres horas y media más de marcha exigente, pero inolvidable.

La otra opción pasa por el regreso. Pero no uno cualquiera. Volver a la Pradera y hacerlo por la Faja de Pelay significa disfrutar el parque desde las alturas y sin excesivo esfuerzo; a vista de pájaro, superado sólo por los quebrantahuesos y las águilas reales que anidan en la escarpadura. Y hacerlo entre argomas y pinos que nos acompañan hasta el mirador de Calzilarruego, una atalaya privilegiada separada del abismo por muros de piedra. Desde allí, la Senda de los Cazadores marcará la despedida, una trocha rompepiernas sin apenas señalización que no conviene dejar para última hora y que salva un desnivel de más de 600 metros.

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