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Un viaje a Islandia debería ser para los amantes de la naturaleza como la peregrinación de los creyentes a alguno de los destinos sagrados. La isla, de una extensión parecida a la de Portugal, es un territorio salvaje poblado por poco más de 360. ... 000 habitantes, de los que casi la mitad habita en Reikiavik.
El resto es un espacio donde el ser humano se ve desafiado a diario por la presencia de volcanes, glaciares, deslizamientos de tierra, lugares donde el infierno parece aflorar a cada segundo en forma de vapor de azufre o barro hirviente, terremotos y un clima feroz. Y aún así, gracias a eso mismo, vive un floreciente turismo ansioso por conocer el país poblado por los vikingos. Islandia es un paraíso para los fotógrafos, pero ninguna imagen (ni reportaje) refleja la belleza inmisericorde del paisaje.
Si algo define la geología de Islandia es la leve capa de tierra que separa nuestros pies de un mundo de lava y gases. Su ejemplo más conocido son los géiseres, palabra que viene de un colosal surtidor que hace años dejó de lanzar chorros de agua a 80 metros de altura. Las emisiones de su hermano pequeño, Strokkur, llegan a los 20 metros con una regularidad alarmante, pues se exhibe cada pocos minutos. A su alrededor hay fumarolas de gas y pozos de barro borboteante, actividad que se repite en Hverir y junto al volcán Viti, al norte. Este fenómeno es visible, sin embargo, en toda la isla y se aprovecha para la producción de energía.
Muy cerca del géiser Strokkur, en el Círculo Dorado y a poco más de cien kilómetros de la capital, se encuentra Gullfoss, una de las cascadas más espectaculares de Islandia. La elección es complicada pero es posible visitar las principales sin alejarse de la carretera circular que rodea la isla. Dettifoss (la que más agua vierte en Europa), Godafoss (la de los dioses) o Skogafoss, un salto de 60 metros por cuyo lateral asciende una escalera de más de 450 peldaños con premio, pues lleva al animoso caminante a un espacio de ensueño de pequeñas cataratas entre rocas desgajadas y laderas tapizadas de hierba. La más conmovedora, Hraunfossar, que nace del subsuelo y fluye entre arbustos que el otoño colorea de ocre.
Y tanta agua, ¿de dónde nace? Los glaciares suministran agua a una miriada de lagos y arroyos. El más grande es el de Vatnajökull, al este del país, con unos 8.000 kilómetros cuadrados de extensión. Una de sus múltiples lenguas desagua en Jökulsárlón, un lago donde nadan icebergs de colores fascinantes a cuyo alrededor pululan las focas. Es uno de los destinos preferentes del país y puede recorrerse en barco. Los restos del hielo llegan al cercano mar, que los devuelve a la denominada playa de los diamantes. Al sur está el Eyjafjallajokull, que como otros oculta bajo el hielo el volcán cuya erupción de 2010 colapsó la navegación aérea y atragantó a los locutores obligados a pronunciar su nombre.
Este lago situado cerca de Hverir, enorme y de escasa profundidad, parece un oasis en el árido entorno. Es conocido por la presencia de millones de pequeñas moscas que no pican pero son muy molestas, uno de tantos baños termales y el espacio conocido como Dimmuborgir, donde se han habilitado sugestivos paseos entre formaciones de lava y recuerda a la ciudad encantada de Cuenca.
El mayor lago de Islandia se encuentra en el parque nacional de Thingvellir, cerca de la capital. Sus atractivos son muchos: la brecha Almannagjá, que explica el alejamiento de las placas continentales de Europa y América, la casada Öxarárfoss, las grietas de agua transparente y gélida donde se practica el buceo y por el valor histórico del lugar, pues allí se reunían las tribus hace más de mil años en una suerte de antiguo parlamento, el Alphingi.
Vik (sufijo reiterado en la isla que alude a bahía) deslumbra con su costa, dominada por la península Dyrhólaey, territorio de aves festoneado por islotes e inmensas playas de ceniza casi negra. El paseo hasta su faro es más que aconsejable, como lo es llegarse hasta Reynisfjara, la cueva formada por columnas de basalto.
Antes de nada, una confesión: el arriba firmante tiene la sensación de ser el único que no vio las luces del norte durante su estancia a finales de septiembre. La impresión de asomarse a la fría calle en la hora equivocada dolía como mortal herida a la hora del desayuno, cuando los vecinos de mesa exhibían espectaculares fotografías tomadas allí donde uno estuvo en el instante menos adecuado. Las auroras boreales son uno de los ganchos de la noche islandesa, pero uno no vio más que pálidas cortinillas que surgían y se desvanecían bajo la deslumbrante cúpula de estrellas.
La capital se articula en torno a Laugavegur, la calle de bares y restaurantes que desciende suavemente hacia el puerto y el lago. En torno al lago se alzan las mejores villas o la antigua cárcel que ahora sirve para acoger las oficinas del presidente. Junto al puerto se encuentra Harpa, un bellísimo ejemplo de arquitectura contemporánea con una fachada de cristales verdes que acoge el teatro de la ópera, comercios y restaurantes. Junto a Laugavegur está también la Hallgrímskirkja, la iglesia luterana con su torre de 73 metros y aspecto de nave espacial y un interior austero.
El turismo ha propiciado la apertura de decenas de hoteles y alojamientos, pero es aconsejable seguir la ruta de la cadena Fosshotel, establecimientos sencillos pero adecuados instalados a orillas de la Ring Road y en algunos núcleos de población. Los restaurantes desmienten el mito de la mala calidad de la cocina islandesa con cartas basadas en sus productos (oveja, cordero, vacuno, bacalao o trucha ártica) con platos bien cocinados y raciones generosas. La oferta de vinos es corta pero sustanciosa con caldos de Australia, Chile, Alemania... y Rioja, con presencia de las bodegas Faustino, Ardanza, Muga o Campo Viejo.
Clima. Aparte del frío, la nieve y el hielo, la niebla y el viento convierten la vida en Islandia en una apuesta sólo al alcance de gente resistente. Las autoridades no dudan en cortar las carretas y confinar a sus ciudadanos y a los turistas si aprecian peligro, como el caso de las crudas turbonadas de aire que padeció el arriba firmante, tan violentas que pueden tumbar coches o levantar piedras capaces de romper lunas.
Carreteras. La Ring Road, de más de 1.300 kilómetros, rodea la isla y enlaza con los principales puntos de interés. Salvo algún tramo pendiente de asfaltar, las carreteras, en las que la velocidad máxima está limitada a 90 kilómetros a la hora, son buenas, seguras y bien trazadas. Otra cosa son las rutas identificadas con la letra F, de tierra apisonada, por las que sólo pueden transitar SUVs y todoterrenos.
Precios. Islandia es un país muy caro (un plato y una copa de vino, más de 50 euros) en el que no merece la pena cambiar dinero: es posible pagar con tarjeta en cualquier sitio. La gasolina ronda los 2,5 euros el litro.
Idioma. El islandés es un idioma inasequible, como sería el húngaro o el euskera para alguien que no lo conoce. El inglés está muy extendido y hay decenas de jóvenes españoles trabajando en hostelería. Estos sufijos se repiten: fjara (playa), foss (cascada), fjall (montaña), vik (bahía), fjördur (fiordo), jökull (glaciar), vatn (agua o lago). Para saber dónde estás o hacia dónde vas.
Pueblos. Tanto la capital como los pueblos y aldeas carecen de más interés que el que proporciona su ubicación. Las casas son sencillas y se instalan de forma aparentemente desordenada, como si a los islandeses les preocupara poco el aspecto de sus viviendas. Visto desde lejos, quizá piensen que no merece la pena aferrarse a nada que pueda llevarse un volcán, una riada o un deslizamiento de tierras.
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