Alén, una montaña herida
Sopuerta (Bizkaia) ·
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Mi primer Alén fue solo una montaña a la que subir. De la que sabía su raíz minera y cuyas escombreras descubrí mientras ascendía desde el barrio obrero que tomó el nombre a la montaña. Hablo del Alén vizcaíno, que no es el único, porque, ... curiosamente, hay otro monte Alén en el Parque Nacional de las montañas de Niefang, muy lejos, en Guinea Ecuatorial.
No, nuestro Alén no es una de esas montañas de postal, tópicas y de consumada fotogenia, prominente y altiva. Es humilde porque está doblegada por los avatares de una historia que la ha marcado de heridas y ahí residen sus encantos. A su favor tiene la tranquilidad de su condición solitaria y que su posición enseña en derredor un paraíso paisajístico, tiene también secretos florales y mucho horizonte para admirar.
Alén, ahora, me cuenta además muchas historias. Así he aprendido que ya corrieron estos cordales las gentes del Neolítico y la Edad del Bronce hace muchos, muchísimos años. Tres fondos de cabaña al pie de Alén, con sus centros de hogar y fuego, nos dicen que hubo un poblado al aire libre, no el único, donde los prehistóricos tallaron sus herramientas de sílex y quizás pastorearon los primeros ganados. Suman más de cuarenta los lugares que los arqueólogos han censado en esta zona, entre megalitos y asentamientos de moradas prehistóricas. Pasaron por aquí después, en la alta Edad Media, los fundidores de hierro; quemaron en sus hornos los minerales de las laderas de Alén, sacados de las venas de Bernillas y Obales y trabajados en más de una decena de aizeolas. Claro, en ellas quemaron también los bosques que, talados hasta agotarse en el siglo XIX, ya nunca se recuperaron.
Las guerras carlistas pasaron y pisaron, excavaron y se atrincheraron, también pelearon en la encarnizada batalla de Las Muñecas (28 de abril de 1874) y los pocos bosques que quedaban padecieron el fuego de los soldados para eliminar los escondites que le quedaban al enemigo.
Los mineros volvieron pronto desventrando, antes de llegar el siglo XX, aún más las montañas: mina Federica, las Barrietas, mina María, mina Amalia Juliana. Y tallaron la montaña para que pasara su tranvía aéreo hacia el tren que, arrumbando a Castro Urdiales, exportaba las entrañas del paisaje a los hornos de Inglaterra y Holanda. Era cuando Alén tenía panadería, escuela, botica, teatro, cantinas, y un millar de almas. Más batallas vinieron a excavar de nuevo trincheras por las atalayas de El Somo, Alén y Betaio. Aún están ahí, como si fueran huellas que lombrices gigantes tallaron en la corteza del paisaje.
Los milicianos del ejército de Euskadi cavaron sus trincheras justo encima de uno de los poblados prehistóricos. No se preocuparon de aquello, quizá hasta ignoraban que allí había un pedazo de memoria de sus antepasados. Por estos cordales se peleó intensamente en la que llaman Guerra Civil durante el verano de 1937. Por el Somo y Betaio se atrincheraron los gudaris vascos, en Alén lo hicieron los sublevados contra la República. Aquí se luchó y corrió sangre de nuevo.
Y Alén me duele ahora cuando los vecinos me cuentan que lo van a conquistar los generadores eólicos. Por el cordal que se estira hacia el monte Mello dominarán el horizonte ocho torres gigantes de más de cien metros; sus rotores de 170 metros de diámetro barrerán cada uno más de 22.000 metros cuadrados de aire para fabricar electricidad. Me duele la pérdida irrecuperable de la quietud y del panorama.
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