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Leopoldo María Panero Blanc ha recibido ayer sepultura en el panteón de la familia en la villa de Astorga, donde sus antepasados alentaron la idea de la cultura, antes y después de la guerra de 1936. Su padre, Leopoldo, poeta grande, y su tío Juan, ... poeta en ciernes, muerto en plena juventud, conformaron, junto con Luis Alonso Luengo, y Ricardo Gullón, la llamada Escuela de Astorga, que creció, alentada por Gerardo Diego, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, y otros intelectuales que, tras la guerra civil, quedaron en la heredad triunfante.
Y ha sido en esa ciudad romana y maragata, a la sombra del Teleno, donde ha sido despedido por sus herederos legales en una piadosa ceremonia cristiana formal, de la que el poeta hubiera renegado y a la que a buen seguro le hubiera gustado asistir, para lanzar alguno de sus denuestos, bien a la familia, bien a la religión de sus mayores, bien a quien dio nombre a la misma religión cristiana, a modo de poema o de blasfemia. Hoy se ha escrito el último poema de su maldición, territorio en el que quiso vivir y morir, y es posible que no pueda vivir en paz, ni muerto tan siquiera. Nadie le condujo, salvo pequeñas ayudas, a ese imposible paraíso, sino él mismo.
Cuando ejerció como ciudadano vasco –tanto en Irún, al lado de su madre, como en el Hospital de Mondragón, que él prefería llamar manicomio, porque le daba más juego para el título de uno de sus libros–, largos quince años, tantos como los que ha vivido, si eso era vivir, en Canarias, Leopoldo María solía decir que él había muerto varias veces, pero que resucitaba, como Cristo, «cuando me viene en gana».
Leopoldo María debía a aquella heredad familiar, aunque no lo reconociera, el poso de su inteligencia y de su cultura. Maldecía a la familia, pero se construyó en la familia. Su padre, inteligente y poeta, un hombre atormentado, porque sirvió al régimen para el que no había nacido (republicano que antes de la guerra convocaba a los intelectuales republicanos en Astorga), y de una madre culta, excelente escritora, Felicidad Blanc, que fue víctima de su maldición, la de Leopoldo María, quien sería un buen ejemplar para el análisis, pero después de Freud.
Porque Leopoldo María, que maltrataba a todo el mundo con violencia y ternura a la vez, incluso a los que decía querer y le querían, sabía que para medrar en la vida literaria había que tener apellido (25%), inteligencia (25%), inventarse y convertirse en un personaje (25%) y dar lástima y provocar rechazo a la vez (25%). Quiso ser todos los poetas malditos, todos, los ingleses y los franceses, a la vez, pero estaba ocupada la plaza. Tuvo en su familia la cultura en la mesa, en el aire, en la sangre. Sus hermanos, Juan Luis y Michi –persona de encanto especial y víctima de todos los demás a la vez– también nacieron con esa tara por la cultura, una verdadera enfermedad en una dictadura, cuyo poeta oficial era su padre, del que había que renegar, para todo.
Quienes han estudiado en serio su obra, como Túa Blesa, quienes vivimos cerca de sus problemas reales –una enfermedad inducida por sus excesos, «experiencias» y otros desastres, entre los que se cuenta haber culpado a su madre de todas sus desgracias–, sabemos que de su obra se salva el 25 %, que le viene de su ingenio, su inteligencia extraordinaria y rota por tanto exceso y tanta negación de sí mismo. El doctor José Guimón tenía como propósito intelectual haber ahondado en la vida, obra y tentaciones vitales de Panero Jr. Pero la muerte se adelantó.
No sabremos si Leopoldo senior y Leopoldo Jr. discutirán en el panteón familiar con la misma violencia y sin duda cariño entrevisto que lo hicieron en vida. Pero es de suponer que algo habrá.
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