El sector tecnológico del País Vasco aumenta contrataciones y salarios. Lo hace en medio de un crecimiento aparentemente ordenado: la facturación sube, las plantillas se refuerzan, los salarios mejoran. A cualquiera le parecería extraño lo contrario. ¿Pero cómo les va a ir mal a los ... de los cacharritos? Bueno, la respuesta está en Silicon Valley y tiene que ver con la voracidad y el cinismo. En los últimos tres meses las grandes tecnológicas han despedido a decenas de miles de empleados. Entre ellas, Facebook, Twitter, Google, todas las que llevan dos décadas soltándonos el rollo de la utopía digital, el poder en manos de la gente y la verdadera democracia. Mientras lo hacían, se forraban con un negocio que, entre otras sustancias altamente contaminantes, emite mentira y vigilancia como si no hubiese un mañana.
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El espectáculo está siendo revelador. También por las formas. Un ejemplo. La noche del 17 de enero Microsoft agasajó en Davos a sus ejecutivos con un concierto privado de Sting. Ojalá el primer tema fuese 'End dead job', aquel rock de 'Police' que comenzaba así: «No quiero un trabajo sin futuro, no quiero ser un número». Me gusta imaginar a los ejecutivos de Microsoft haciendo el pogo, pero a distancia, quizá con sus avatares en una 'app', para evitar el contacto humano y los roces en las zapatillas Lanvin de setecientos dólares. «¡No quiero ser millonario!», corearían en Davos los ejecutivos sin traje pero con diversidad racial.
Horas después del concierto de Sting para los jefes, Microsoft despidió a diez mil trabajadores. Como sucedió antes en Twitter o en Meta, muchos se enteraron de que ya no tenían trabajo porque sus ordenadores no arrancaban o porque su tarjeta no abría en la oficina. Las cartas que recibieron no incluían la menor apelación personal, el menor emoticono triste. Estaban redactadas defensivamente por abogados ofensivos. Los despidos no atendieron a trayectorias o rendimientos individuales. Fueron masivos y letales. Aquí llega la lección inolvidable en términos de capitalismo renovado para las generación 'millennial': la gente del sushi gratis en la cantina, el trabajo sin horarios y las reuniones creativas en torno a una mesa de ping-pong despidiendo -la descripción es de uno de los repentinos desempleados- «como si alguien disparase desde la cadera con una ametralladora Thompson».
Australia
Djokovic ha ganado el Open de Australia y es probable que su padre esté ahora celebrándolo en el Donetsk con el Grupo Wagner. Luego dirá que se lio, que se fue con los chicos de los lanzagranadas porque pensó que trabajaban en el Festival de Bayreuth y quería sacarse un abono. Pero no nos distraigamos: la victoria del tenista serbio en las pistas de Melbourne nos afecta. Djokovic ha ganado su vigésimo segundo Grand Slam y se sitúa así junto a Rafa Nadal en lo más alto del tenis masculino. Djokovic es un año más joven y no está tan castigado por las lesiones. Nadal es en cambio el organismo más competitivo sobre el planeta y para él un empate en la cima es una inaceptable burla del destino. Mi plan: ganarle a Djokovic una final más, solo una, y lanzar la raqueta en la celebración de algún modo que consiga lesionar al serbio.
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'Solo sí es sí'
Se acerca la rectificación con la ley del 'solo sí es sí'. Algunas señales llegan con gran seriedad desde la alfombra roja de unos premios de cine. Otras adquieren el peso simbólico de una alcachofa. Es que Irene Montero proclamó ayer que van a proteger «el corazón» de la ley pero no dijo nada de las hojas. Lo hizo después de acusar de nuevo a los jueces de una especie de prevaricación grupal por motivos ideológicos. Observen el modo en que un ministro dice algo así y no pasa nada… Impresionante, ¿verdad? Los juristas recuerdan que los cambios en la ley solo se aplicarán a quien delinca cuando ya estén en vigor. Yo les anuncio que veremos cómo se defiende que los cambios son necesarios porque la ley estaba bien hecha.
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