
Videocracia en España
Profesor de Derecho Constitucional. Universidad de Cantabria ·
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Profesor de Derecho Constitucional. Universidad de Cantabria ·
Un estudio reciente señalaba que en 2018 los españoles estuvieron más de cuatro horas al día delante del televisor. Después de dormir y trabajar, es ... la actividad a la que dedicamos más tiempo. En el CIS del mes de abril, el 84% de los encuestados declaraban además que la televisión era el medio preferido para informarse de política. Aunque las cifras que acabo de aportar varían según las franjas de edad, la realidad es que desde el año 2016 se aprecia un notable crecimiento de las audiencias televisivas y, aunque no tengo datos empíricos que lo sostengan, sospecho que ambos fenómenos -revival del medio audiovisual e interés por la información política- están estrechamente unidos.
La relación entre política y televisión es tan vieja como la existencia del formato. Sin embargo, fue a partir de la década de 2000, momento en el que se digitalizó la señal, cuando los poderes públicos se plantearon la necesidad de regular en profundidad la concurrencia de los distintos operadores a la hora de ofrecer el servicio. El diseño europeo, en lo que a nosotros nos interesa, hizo hincapié en la importancia de reconstruir un sistema televisivo que atendiera al principio de pluralismo político y cultural. Dicho de otra manera: había que procurar que cada ideología tuviera su propio nicho de información en un canal que le representara.
No creo que la televisión que tenemos hoy en día responda al modelo pergeñado por las directivas comunitarias y la ley general audiovisual. En dicho modelo la alfabetización mediática era imprescindible porque la televisión parecía el medio más invasivo en la formación de la voluntad de los individuos. Esa función quizá no pueda cumplirse porque, de un lado, hay una fuerte crisis de la información tradicional y, de otro, el mercado es el que determina finalmente la parrilla de la programación de acuerdo a los beneficios derivados de la publicidad. Por lo demás, aunque hay diferencias entre lo público y lo privado, en temas de interés general las televisiones se están guiando por criterios propios del espectáculo que hace tiempo que dejaron atrás la noción de periodismo analítico.
En tal sentido, los programas de televisión aspiran por primera vez a retrasmitir en vivo los acontecimientos políticos más importantes. Lo hacen de la misma forma que un tablero deportivo un domingo por la tarde. Nada ejemplificó mejor esta afirmación que el paroxismo comunicativo alcanzado durante la fallida investidura de Sánchez en el mes de julio: durante cinco días tuvimos un auténtico estado de excepción televisivo que, con la ayuda de las redes sociales, permitió seguir al minuto los giros inesperados de las negociaciones para formar un futuro Gobierno. Cuando Pablo Iglesias dijo aquello de que se acababa «la política de los reservados», no imaginábamos que la alternativa sería una videocracia con un guión que parece mezclar a partes iguales el drama, la comedia e incluso la ciencia ficción.
Llegados al mes de septiembre, tanto el PSOE como Podemos siguen haciendo uso del comodín televisivo para reforzar su propia posición estratégica. Es verdad, la tele transformó la política hace mucho tiempo, provocando su personalización, el uso de la imagen como mejor forma de llegar al votante y la simplificación de los mensajes electorales. Sin embargo, la novedad actual es que tenemos un maridaje completo entre ambos elementos, en el que la búsqueda de un relato ganador y de audiencias hace que las posiciones de fondo y los contenidos pasen a un absoluto segundo plano. La tertulia televisiva es el paradigma de la situación política que padecemos: polarización, conflicto y partidismo sin complejos como vectores de una campaña electoral eterna que el telespectador puede seguir con unas palomitas desde el sofá de su casa.
Hace ya casi 20 años que el gran politólogo Giovanni Sartori teorizó la conversión del homo sapiens en homo videns. Dicha conversión vendría provocada por la sustitución de la palabra por la imagen, lo que conduciría a un progresivo empobrecimiento cultural. En lo político, profetizaba además una crisis democrática porque la televisión impedía la conformación de una masa crítica de ciudadanos informados que pudiera ejercer correctamente la soberanía. Lo que probablemente no imaginó es que las instituciones podrían convertirse finalmente en una especie de plató en el que la trasparencia cegaría cualquier posibilidad de consenso entre partidos. Porque una cosa es la teatralización de la política y otra su agotamiento comunicativo.
Fue Georg Simmel el que a comienzos del siglo pasado elogió filosóficamente el secreto como catalizador social. La democracia representativa necesita sosiego, compromiso y, aunque pueda parecer paradójico, también un cierto nivel de penumbra. Los líderes y los partidos conocen esta realidad y su actitud durante las elecciones y el proceso de investidura se está correspondiendo con la de una clase política que ha decidido usar la videocracia para tomar el poder. Lo que después hagan con él parece importarnos bien poco.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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